martes, 27 de agosto de 2013

“Crimen en primer grado”

Víctor Ruiz.


El día que la ibas a matar te afeitaste y te vestiste para la ocasión. “Ya no aguanto más este asunto”, le habías dicho a tu mejor amigo días atrás. Una relación amorosa que te tenía confundido y absolutamente desgastado. La ibas a matar porque estabas jodidamente decidido a que era la única solución.

Lo habías planeado paso a paso, noche tras noche. Te metías en sus sueños y ahí perfeccionabas cada detalle: entrarás a su departamento y sabrás exactamente en qué parte de la casa estarás y la hora en que realizarás la ejecución. Tienes calculado los segundos que te tomará activar el plan, y quién sabe si por celos o por obsesión, pero será el crimen perfecto.

Tomas el teléfono y hablas con ella como si todo estuviera en orden. Le deseas suerte en su trabajo, la escuchas reír fríamente y tú respondes con un “sí” a todo lo que te dice. Estás en piloto automático y ella nada sospecha. Cuelgas y no será hasta al anochecer cuando te encuentre en su departamento sin que lo espere.

Hoy es el día y no quieres hablar con nadie. En el trabajo te ausentaste, no contestas las llamadas de los amigos y a tu vecino ni el buen día le diste. Estás concentrado y con el temple firme, digno de un asesino profesional. Compras cigarrillos, de los que le gustan a ella, y comienzas a imaginar cada escena.

Te aseguras de recordar cada fracaso como pareja, los malos ratos, las sonrisas que se fueron y todas esas lágrimas que han derramado. “Es lo mejor” te dices a ti mismo para no claudicar en los planes. La matarás y con ella el pasado que te atormenta…el que los ha hecho tan infelices. Ya no se besan, tampoco se acarician y a veces ni se miran. La única jodida solución, lo piensas una y otra vez.

Has intentado rescatarla, pero no has podido. Lees en tus apuntes aquello que decía Shakespeare: “El amor no se ve con los ojos, sino con el alma”. El problema es que la tuya hace tiempo que se nubló. De tu cartera, sacas las fotos, aquellas en las que sonríen hipócritamente. No especulas y las rompes con tanto odio, como si fueran tus peores enemigos. Anhelas el anochecer. No habrá cartas ni despedidas, sólo un final solitario.

Sales a la calle y todo te parece gris. No miras y tampoco sabes si existes para alguien. Te dedicas a comprar todo lo que necesitas. Tienes el tiempo justo para cada cosa, cualquier eventualidad lo arruinaría todo. Quieres, deseas estar justo en el aire que respira, llegar a su mente y saber qué carajos piensa en este mismo momento; pero no desesperas, todo a su tiempo y terminas tranquilizándote.

No todo son recuerdos malos; es por eso que te es tan necesario que actúes hoy mismo. Piensas en los poemas que juntos leyeron, las canciones que compusieron, los viajes y las noches sin dormir. Estaban tan enteramente unidos que no sabes en qué momento los caminos se desviaron y terminaron estrellándose.

Callas y dejas oír a tu mente. Pides un café para contemplar cómo el sol se va apagando; fumas y esperas a que se llegue la hora. Caminas tranquilo, aún hay tiempo y nunca te habías sentido tan seguro. Nada puede fallar. Recorriste con anticipación cada uno de tus sentimientos y decidiste cuáles tenías que matar.

Entras al departamento y lo encuentras como lo imaginaste: sus zapatos tirados en el lugar de siempre, la comida que está a punto de echarse a perder, las colillas de cigarro en la sala, la ventana abierta de par en par y la foto de ambos empolvada en la pared.

No te detienes a mirar más. Comienzas a limpiar y a acomodar las velas que compraste. Si la vas a matar… que sea con elegancia, lo piensas de nuevo como asesino profesional. Cierras las cortinas, apagas la luz y enciendes la música. No quieres testigos de lo que en 30 minutos exactos va a suceder.

Haz decorado todo el lugar y ya no sabes si tu mente ahora es la de un sicópata. Esperas de pie su llegada, quieres que el impacto sea directo y sorpresivo. Observas por la ventana cómo baja del autobús y la sigues con la mirada hasta que entra al edificio. Vas escuchando sus tacones subir uno a uno los escalones, 25 en total. Estás listo. Gira la llave en la chapa. Abre la puerta y al verte suelta su bolso producto de la sorpresa. No demoras más, te acercas y le dices lo que tanto tiempo planeaste: “Mi amor, matemos los malos tiempos y comencemos de nuevo… Yo te amo”.

lunes, 19 de agosto de 2013

“Algún día ganaremos”

Víctor Ruiz





"Almohadad"(Zaqtan)

Todavía hay tiempo
para decirle:
Madre,
buenas noches,
he vuelto
con una bala en mi corazón.
Ahí está mi almohada
quiero tumbarme
y descansar.
Si la guerra
alguna vez llama a la puerta,
dile que estoy descansando.

No termina de aparecer el sol cuando Altair ya se dirige a las orillas del mar, en la Franja de Gaza. Hace ya dos años que a su padre lo desaparecieron, y lo último que recuerda de él, fueron las palabras tan contundentes que aún le suenan en los tímpanos y el corazón: “¡Algún día ganaremos!”.

Altair tiene 12 años y es el encargado de llevar la comida a su madre y su hermano de 7 años. Vive en Palestina y como muchos, se pregunta si existen razones que justifiquen el ser esclavos en su propio pueblo.  Altair no sabe leer, nunca tuvo oportunidad de ir a una escuela. 
Su mundo inmediato son: las balas, las bombas, los insultos, el desprecio y los miles de muertos anualmente.

La guerra es la palabra más cotidiana y a diario tiene que librar la suya: pescar sin ser alcanzado por una bala. Espera largas horas y el momento adecuado para saltar al mar junto con los demás pescadores. El resto, es cosa de la fortuna. A Dios no lo conoce  y sabe que no hará nada por él.

Mamá le ha prohibido estrictamente que se involucre en cualquier protesta, pero Altair casi nunca hace caso; la rabia del día a día lo ha hecho arrojar piedras en más de una ocasión. En los últimos meses, perdió a dos de sus mejores amigos a causa de granadas provenientes de la frontera con Israel. Las lágrimas de los padres es algo que Altair no ha podido olvidar. Cuando crezca, se prometió que formaría parte de la Intifada y no descansaría hasta ver una Palestina libre.

Caminando rumbo a casa y mientras observa las banderas palestinas en lo alto de las casas, se pregunta si en el mundo se sabrá de todo lo que pasa aquí; “¿a alguien le importará la ocupación territorial que los israelíes nos han ido imponiendo?”. Algunas veces le tocó mirar a periodistas grabando con sus grandes cámaras, retratando la miseria en televisión; pero siempre, al final, se terminan marchando todos. Piensa que el resto del mundo debería estar enterado de lo que ocurre en Palestina; piensa también que su pueblo es uno de resistencia.

Hace tiempo que Altair dejó de ser un niño. Casi nunca sonríe. La mayoría del tiempo tiene miedo, pero también se ha ido acostumbrando a ese sentimiento. Ya no le extraña ver a militares israelís por todas partes. Una noche preguntó a mamá si acaso el dinero y la ambición eran lo más importante en este mundo; mamá sólo tuvo lagrimas como respuesta.

No se dedica a pensar en el futuro. Aquí cada minuto, el instante y la vida terminan siendo lo más valioso. La muerte es lo único seguro. Cada mañana en algún periódico, se lee que murieron tantos números de palestinos y Altair sabe que en cualquier momento será su turno.

El de hoy, ha sido un mal día. Pasó el día esperando el momento de aventurarse a la pesca, pero las balas iban en aumento y ha preferido no arriesgar. A Altair le preocupa no tener nada para llevar a casa. El hambre es algo que puede soportar, pero ver a su hermano sin probar alimento lo destroza moralmente.

Al llegar a casa, escuchó en un noticiero cómo los periodistas acusaban de terrorismo a Palestina, mientras que a Israel lo glorificaban en aplausos por considerarlos víctimas. Los ojos se le inundaron de rabia. Que el genocidio le fuera indiferente a tanta gente, era algo que no podía asimilar. No lo pudo evitar y salió dispuesto a correr hacia el muro e insultar a cuanto militar tuviera enfrente. Así lo hizo, pero no sin antes gritarle a lo lejos a su hermano menor: “¡Algún día ganaremos!”.

*Del 2000 a 2012, el ejército israelí asesinó a más de 2 mil niños palestinos. La ONU ha ignorando, en la mayoría de las ocasiones, las violaciones cometidas por Israel. Fuente:http://spanish.irib.ir/noticias/especiales/item/132303-m%C3%A1s-de-dos-mil-ni%C3%B1os-palestinos-fueron-asesinados-en-el-siglo-xxi

martes, 13 de agosto de 2013

“José Saramago”

Víctor Ruiz.



“No opto ni por la literatura ni por la vida, sino trato de ir y venir de la literatura a la vida, de hacerme mejor lector en la medida en que vivo mejor y vivo más, y de hacerme mejor vividor en la medida en que la lectura ilumina mi vida”. (Germán Dehesa)

Yo no lo conocí. Dicen que era el pesimista más grande del mundo; pero como él mismo decía: “Yo nunca he visto a un optimista cambiar el mundo”. Era portugués, aunque a decir de muchos, era de todo el mundo. Comunista libertario, ateo y eternamente soñador.

Dicen que alguna vez, en una manifestación, frente a cientos de jóvenes, explicó que en el mundo existían dos potencias: Estados Unidos y tú. Con grandes anteojos y una calva de norte a sur, recorría el mundo entero: desde una universidad en Europa, hasta los altos de Chiapas con el Ejército Zapatista.

Escribió sobre la ceguera de la humanidad, y de cómo ésta, produce los actos más atroces, miserables e inverosímiles de la vida. Fue receptor de críticas interminables a manos de los jerarcas de la iglesia, y todo por escribir un “Evangelio según Jesucristo” que evidenciaba las más altas artimañas de la institución más vieja del mundo. No claudicó. En su última novela, “Caín”, exhibió cómo el egoísmo de la divinidad ha sujetado y controlado el camino de los individuos siglo tras siglo.

Veía en la muerte un ente misterioso y se preguntó: ¿Qué pasaría si al día siguiente nadie muriera? A pesar de todo, creía en las personas; pensaba que no era utópico imaginar que podíamos vivir sin gobiernos, y ahí sí: sería el mayor ensayo sobre la lucidez.

Pero antes de dedicarse de lleno a la literatura, fue de todo un poco: cerrajero, mecánico, editor y periodista. Provenía de una familia humilde y esa marca nunca la erradicó de su pensamiento.

Dicen que tenía la increíble capacidad de analizar a la sociedad y que era un adelantado a nuestros tiempos. Supo diagnosticar cómo poco a poco el ciudadano, dejaba de serlo, para convertirse en consumidor. Explicó en más de una ocasión, que Coca-Cola era la única empresa en el mundo, que no necesitaba de elecciones para seguir gobernando por todas partes.

Vivía entre tantos libros, que parecía que no había cupo para su espacio vital; pero le era todavía más vital, tener siempre a su lado a su amada Pilar del Río. Por ella, comenzó a vivir desde el día en que decidió parar las manecillas del reloj, y declararle que ella era el mundo…su mundo.

Ganó el premio Nobel, pero no le fue suficiente. La mayoría asegura, que él lo que realmente quería era un mundo más justo e igualitario. No soportaba las injusticias, el hambre y la opresión. ¿Qué clase de mundo es éste que puede mandar máquinas a Marte y no hace nada para detener el asesinato de un ser humano?, se preguntó en una ocasión.

Toda la tragedia humana lo reflejó en cuanto texto escribió. Sabía que la infelicidad del mundo era lo que le hacía ser escritor. Sus libros se venden por todo el mundo y ha marcado en el alma a más de alguno. Yo soy uno de ellos.

Dicen que a la edad de 87 años, José Saramago, decidió que ya había aportado lo suyo para conseguir un mundo diferente. Sin mucho escándalo, simplemente cerró los párpados. Yo no lo conocí. Pero quisiera, aunque fuera solo un poco, aprender vivir como lo hizo él.

lunes, 5 de agosto de 2013

"Domar a la bestia” (Parte 2)

Víctor Ruiz.



Se aferró a los tubos. Por un instante parecía que caería al vacío, pero quién sabe si fue el miedo el que le hizo sostenerse con todas sus fuerzas. Estaba sudando frío y no era para menos; era la primera vez en la vida que había sentido la muerte tan cerca.

Quiso apresurarse y acomodarse lo más lejos de la orilla, pero tenía los músculos tensos y no se podía mover con agilidad. El resto de hombres no hacía nada por ayudarlo; creían que cualquier movimiento en falso significaría abandonar a la “bestia” y quizás a la vida también. 

Esto no le sorprendía de ninguna manera. Alguien en el pueblo le había dicho, que una vez estando arriba de la “bestia”, cada quien se rascaba con sus propias uñas.
Lo siguiente era trabajo de la mente: ¿Cómo resistir aproximadamente tres semanas arriba de la “bestia”? Para llegar a los Estados Unidos se tenía que soportar frío, lluvia, sol, hambre, sed, sueño y todo aquello que despierta el instinto de sobrevivencia. Era consciente que existirían momentos en que la paciencia amenazaría con extinguirse y habría otros instantes donde la mente le jugaría sucio, y se preguntaría si de verdad quería seguir con la travesía.

Sin noción de la hora, veía como los amaneceres y las noches pasaban. Casi nunca dormía porque hasta eso le daba temor. Pero cuando el sueño lo derrotaba, trataba de quedarse lo más recto posible para que ningún movimiento brusco lo tomara por sorpresa. Ir en el lomo de la “bestia” era tener los cinco sentidos alertas a cada instante.

Fue en una curva donde precisamente olvidó esto. Dos segundos de distracción y su cuerpo comenzó a ir directo al vacío. La velocidad con que cayó no le dio tiempo para pensar que podía morir. Rodó incontables veces, hasta que una piedra lo detuvo golpeándose  la espalda. Inmediatamente perdió el conocimiento y estuvo fuera de sí por un lapso prolongado.

Era como estar en la nada. Tierra seca y silencio. Despertó y no tenía precisión de lo que había ocurrido. Miró su ropa empolvada y desgarrada; se tomó la cabeza y se percató que le dolía casi todo el cuerpo. Tuvo miedo de pedir ayuda, aunque esto hubiera sido inútil.

La única opción que tenía era caminar. Lo hizo así por horas sin encontrar rastro humano al frente. La desesperación comenzaba a resignarlo. Moriría y su familia jamás se enteraría. Caminó, pero ya sin ninguna esperanza; solamente esperaba a que llegara el momento en que sus piernas no respondieran más y poder así morir en paz.

Por alguna extraña razón, sus piernas no terminaban de debilitarse, como si el destino hubiera indicado que no tenía derecho a dejar de caminar. Hubo momentos en que quiso trotar, pero era demasiado. La caminata interminable lo llevó a la cima de una montaña. Sus ojos se iluminaron súbitamente y comenzó a reír desenfrenadamente. Su mirada veía de lado a lado como la ciudad se le rendía ante él.

Antes de preguntarse qué lugar podía ser lo que tenía enfrente, caminó lo más rápido que le era posible. El hambre y la sed lo impulsaban a llegar sin importar que existiera algún peligro de por medio. No tenía absolutamente nada de dinero; confiaba en que encontraría a un solo ser humano dispuesto  a ayudarlo.

Nada de eso sucedió. Las personas lo ignoraban cuando se acercaba a hablar; los niños lo esquivaban por indicaciones de sus madres; algunas mujeres se cubrían la nariz cuando pasaban a su lado. Era la indiferencia total. De reojo se percató que una patrulla le seguía el rastro y el pánico se apoderó de él. Sería deportado y su pueblo se decepcionaría si no se apresuraba a refugiarse.

Todas las señales le indicaban que había llegado a los Estados Unidos. No tenía ni una hora en la ciudad y ya había sido víctima de la discriminación, intolerancia y vigilancia. Justo como le contaron que era el país de los dólares. El hambre ya le afectaba insoportablemente que no tuvo de otra que buscar en los basureros y saciar, aunque fuera un poco, al intestino.

El color de piel resultó otro problema para él. La gente se le quedaba viendo de manera extraña e inclusive escuchó a niños reírse a sus espaldas. Quiso pedir trabajo y lo rechazaban sin ni siquiera entrevistarlo. Le habían dicho que la vida sería dura; pero jamás se imaginó que se convertiría en un absoluto nadie. Le preocupaba no poder cumplir las promesas pactadas con su familia, pero sobre todo, le desesperaba saber que no iba a poder mandar mensualmente los dólares que tanto necesitaban en su casa.

Le pasó por la mente robar, pero su moral era más fuerte y nunca se perdonaría un acto de ese tipo. Después de meditarlo por un rato, decidió que lo mejor era entregarse a la policía y soportar el fracaso que le esperaba de por vida.

Se dirigía a buscar su destino, cuando algo le saltó a la vista. No creía lo que veía. Era totalmente irracional y absurdo que esa fuese la realidad. No había equivocación. Toda la plaza se encontraba decorada con los mismos colores. Se dio cuenta que todavía estaba lejos de los Estados Unidos; pero pensó, que si todo esto se sufría en un país tan cercano al de él, ya no sabía qué esperar cuando de verdad lograra llegar.

Ante sus ojos, sujetada a una asta, se ondeaba de lado a lado…era la bandera de México.