martes, 30 de abril de 2013

“Morir”


Víctor Ruiz.





“La muerte volvió a la cama, se abrazó al hombre, y, sin comprender lo que estaba sucediendo, ella que nunca dormía, sintió que el sueño le bajaba suavemente los párpados. Al día siguiente no murió nadie.” (José Saramago, Las intermitencias de la muerte

Imagínense la diferencia entre el estar y no. Dejar de respirar, de oler y sentir. He ido descubriendo poco a poco la ausencia del mundo, desde que sé que voy a morir. Voy a morir como todos, la diferencia es que yo cuento  medianamente con la hora, el minuto y segundo en que eso sucederá. ¿Mala suerte?, ¿Aprovechar la vida?, ¿Vivir al máximo? No se pregunten nada. Cuando uno va muriendo, también se pierde la capacidad de indagar. No existen cuestionamientos ni respuestas razonables. Me estoy muriendo y es todo lo que deben saber.

Tampoco es una súplica para aferrarme a la vida. No, no pido permiso para nacer como Neruda. Que quede claro, esto no es una carta de lamentos ni de arrepentimientos; mucho menos pretendo decirles cómo se debe vivir. Solamente quiero hacerme comprender la diferencia entre escribir esto y no poder hacerlo más.

La compasión se ha convertido en mi fiel compañera. Me compadece mi familia, mis amigos, los desconocidos y hasta mis enemigos. Noto sus miradas de lástima cada que pasan a saludar. Me desean una pronta recuperación y me dicen que todo va estar mejor, pero en realidad se están preguntando cuánto más tardaré en morir.

No los culpo, entiendo lo desgastante que ha de ser cargar con un muerto a medias. Sé que nunca me dirán que están hartos de mí, pero basta con mirar sus ojos cansados y los rostros demacrados, para entender la pesada existencia que llevan. Quisiera que supieran que cada día me esfuerzo al máximo para dejar de estar.

Me extraño. Extraño como me gustaba ir a un partido de futbol, extraño mis discos a todo volumen en la grabadora, extraño lo placentero que eran los asados en domingo. Extraño a la mujer, a mi mujer. He olvidado lo que son los besos, las caricias, el deseo. Mi olor a muerte los repugna, los aleja. Este es el verdadero acto de morir: olvidarse de cómo era vivir.

No sé si el pesimismo impera en todos los moribundos, puesto que no he querido conocer a otro más. Su olor terminaría fastidiándome porque sabría exactamente cómo contamino a los que me rodean. Tengo la idea de que no existen desahuciados felices, en todo caso, son hipócritas que se auto engañan para tratar de hacernos creer que son ejemplos de vida. Al final, ellos y yo, tenemos los suspiros contados.

¿Viví como debía? Es la pregunta que en teoría tendría que atormentarme, pero a esta altura da igual. Supongo que sonreí y lloré como todos. De los errores que pude haber cometido, ya no me preocupo. Total, los vivos se equivocan más que yo.

Cuando me traen los periódicos por las mañanas, me doy cuenta que mi situación puede llegar a ser un privilegio. Guerras, hambre, crisis, enfrentamientos, desprecio, racismo, intolerancia, corrupción, lágrimas… ¿Ellos también estarán muertos? La diferencia es que mi cuerpo ya pronto dejará de fastidiarme y mis ojos no podrán presenciar más su indeseable mundo.

Por lo pronto, confieso que el dolor físico me resulta insoportable. Las noches me parecen eternas y ninguna pastilla calma mi desesperación. Grito por horas porque es la única manera de escupir los malestares. Cuando el dolor disminuye, sigo gritando en silencio porque desde hace tiempo no conozco lo que es estar bien.

La diferencia entre el estar y no. Pienso que no sólo respirar es vivir; imagino que quizás si encontrara una cura a mi enfermedad, tal vez, tendría ánimos de hacer muchas cosas. Pero es absurdo pensar en todo lo que haría, es inútil cuando no queda una sola esperanza. Acepto mi destino y está bien.

No me interesa preocuparme por lo que pasará después de la muerte. Cuando me encuentre cara a cara con ella, sé que será placentero para ambos. Quiero terminar con toda esta historia, expulsar mi cuerpo y que con él se vaya el dolor. Honestamente quiero morir, dejar de existir. Cuando ustedes lean esto, sabrán que en cada línea he perdido un poco más de oxígeno y vida. Los suspiros se me acaban y en poco tiempo podré despedirme como lo hizo León Tolstói: “Me voy a otra parte, para que nadie me moleste.”


lunes, 15 de abril de 2013

"Piedras"

Víctor Ruiz.



Saben las piedras que a este lado
de por qué las manos lloran.
Saben de cascos de caballos
de quien vive de deshoras.
Saben del ruido del caer
del rocío en las pistolas.
Saben que nunca han de volver
las pisadas de la aurora.
Saben las piedras caminar
sobre la sombra del hambre
cuando no las coge nadie.
(Reincidentes)

Cuando lo vi justo frente a la barricada policial, me llamó la atención de su edad. Se distinguía del resto de los jóvenes que encaraban a la autoridad con rabia.

-Tengo 60 años- fue lo primero que me dijo al momento de que nuestras miradas se cruzaron y pudieron hacer click. No sé si al observarme se percató de la estupefacción que me provocaba mirar a alguien que me triplicaba la edad, sujetar una piedra con exacerbada fuerza y solemne seguridad, y que ésa haya sido la razón por la que quiso responder a mi rostro de interrogación. "Tengo 60 años", lo había dicho con nostalgia y a la vez con jerarquía, como si las seis décadas justificaran cualquier pregunta que pudiera yo hacer.

Pero antes de comenzar a indagar, me dediqué a observar su ropa minuciosamente y tratar de en ella encontrar una explicación, aunque todavía no supiera con precisión a qué. Llevaba un pantalón de vestir café, zapatos toscos oscuros, una chamarra gruesa, un paliacate rojo en el cuello y unos anteojos de lectura que amenazaban con caer en cualquier momento.

-Hace dos años que estoy en el paro, formo parte de las 44 mil familias que se quedaron sin ingresos económicos- comenzó a relatarme olvidándose del fuego y las botellas que volaban por todos lados en la avenida.-Lo curioso, es que no sólo pierdes el empleo al que te dedicaste toda tu vida, pierdes los pocos beneficios que tenías; adiós al seguro social, nos vemos vales de despensa y hasta nunca jubilación.

No sabía su nombre, pero sus palabras ya no me resultaban extrañas. Me contó de la desesperación que fue haber aguantado dos años sin cobrar liquidación, para terminar perdiendo la batalla que muchos desde antes habían considerado una causa inservible.

-Tengo una biblioteca dentro de la casa. Durante algún tiempo ofrecí talleres de lectura para niños, no tenía costo, se trataba de cooperación voluntaria. Pero todo se vino abajo porque los padres me empezaron a acusar de que sus hijos se habían vuelto indisciplinados y les cuestionaban cosas que antes no se atrevían- guardó silencio por un instante y me dirigió una mirada sarcástica.-Pues es que para eso eran los talleres, terminé contestándoles.

A diferencia del resto de los manifestantes, él, se encontraba paciente y sereno. En ningún momento denotaba nerviosismo, su semblante hacía ver que tenía doctorado en protestar y que la piedra en su mano era una camaradería  de tiempo atrás.

-De niño, mi padre me dijo que solamente me podía heredar la lectura y la escritura. A los siete años éso te parece poco; ahora entiendo que aparte de lo único, es lo mejor que me pudo dejar el viejo. Mis dos hijos saben que mi biblioteca será suya a partir del día que mi cuerpo decida dejar de estorbar, y así: generacionalmente nos vamos heredando la conciencia...

Tú podrás decir que en estos tiempos de crisis esas conciencia  sirve para poco, y tienes toda la razón  si lo vemos desde una óptica donde tuve que perder trabajos por no permitir que me encarcelaran la inteligencia; ahora mismo debo hipotecar la casa al banco y de los impuestos mejor no te cuento. Alguna vez leí en Andamios de Mario Benedetti, una cita de José Emilio Pacheco: "Ya somos todo aquello contra lo que luchamos a los veinte años"...

La verdad es que a mí nunca me pasó. Es cierto que con los años las frustraciones y fracasos han ido en aumento; los desencuentros y las desesperanzas son el pan de cada día; pero lejos de sentirme listo para entrarle al juego de la adaptación, mi rabia es renuente. En el oficio que aprendí, y al cual le rendí 40 años de mi vida, supe ser un obrero que piensa y opina...

Me preguntarás que si estoy cansado. Pues claro que lo estoy. Me he cansado de esperar a eso que llaman revolución y que dice el viejo Galeano que es cuando llueve de abajo arriba. Pero la cosa es que acá hace rato que la tierra está despejada y seca.

-¿Alguna solución?-pregunté con la única intención de extender sus palabras.

-Salvador Freixedo hablaba de una violencia civilizada: una violencia que fue implantada ya hace muchos años; la institucionalizaron con las leyes.Cuando nosotros venimos a hacer barricadas se nos acusa de violentos, pero nadie se escandaliza cuando, año tras año, no se legisla para que los salarios dejen de ser unos salarios de hambre; no figura la palabra violencia cuando se hacen de la vista gorda ante la falta de viviendas y servicios de salud; si anualmente aumenta la desnutrición y el analfabetismo, las justificaciones varían, pero nunca nadie se atreve a decir que nos están violentando. Hace falta una sacudida violenta para que despierte el rebaño. Yo no sé de soluciones, pero considero que si violentamente nos han tratado, del mismo modo debemos responder. Tampoco te estoy diciendo que se trate de atacar al primer uniformado en la calle, pero si nuestra violencia está dirigida a los culpables, a los de cuello blanco; caminar será el segundo paso.

El pelotón de policías comenzó a avanzar hacia donde estaba el sexagenario. Poco a poco me fue ignorando y se dedicó a concentrar su mirada sobre las fuerzas policiales. Antes de perderse entre la multitud, escuché sus últimas palabras: -¿Ves estas canas, hijo?... Me las dio este país.

Cuando quise encontrarlo, no estaba más. Sólo puede apreciar a lo lejos, en el aire, a una piedra que comenzaba a volar.