lunes, 24 de junio de 2013

“José Luis”

Víctor Ruiz.



Me llamo José Luis y desde que tengo memoria he vivido en la calle. De pequeño  recuerdo haber pasado los días en caminos empedrados, lodosos y a veces lluviosos. Nunca nadie me quiso tocar, es más, creo que en todo este tiempo jamás alguien me ha mirado más de cinco segundos.

Mi madre murió al poco tiempo de haberme parido. Lo último que recuerdo de ella era su semblante triste y cansado, como si la muerte fuera lo mejor que le podía pasar. Supongo que muchos en mi lugar la odiarían por entregarme a una vida cruel, pero al final pienso que ella tenía la esperanza de que yo encontrara un futuro más prometedor.

Con el tiempo y los años, fui aprendiendo la vida dura…eso que llaman calle. Encontré a otros como yo, y aunque en un principio todo era pelea, hemos terminado recorriendo juntos gran parte de la ciudad. Calles, terrenos y grandes avenidas nos han hecho amigos. Ya sea por necesidad o sobrevivencia, la camaradería se ha convertido en una cosa inquebrantable. Por momentos tratamos de divertirnos y estar felices, pero no siempre lo conseguimos, casi nunca. Tenemos restringido el derecho a la alegría.

Antes de pensar que la situación podría mejorar, ya sea porque merecemos o simplemente por azar de la diosa fortuna, la muerte de otros, como yo, nos ha ido devolviendo la conciencia de nuestra realidad: vivir o morir; llegar al día siguiente o quedar en el camino.

No quiero decir que entiendo mi situación. No la comprendo, pero me he resignado a ella por obligación. He visto a otros tantos como nosotros, al menos físicamente; los he visto deambular, me han mirado a los ojos y nos hemos reconocido mutuamente. Podría jurar que básicamente somos iguales, pero cuando llegan ellos, los que se encargan de mirar y tratarlos diferente, todo se vuelve incomprensible para mí. Sé que mi vida no tiene cabida en las suyas, sé también que desde que llegué a este mundo estaba condenado al rechazo. Les juro que soy consciente, pero, ¿por qué es así?

El desprecio me ha hecho pensar que soy el sujeto más desagradable de la tierra. He buscado diferentes estrategias para no molestar a nadie, pero absolutamente nada funciona. Trato de caminar despacio, sin ruido, que no se note mi presencia; pero si alguien siente mi sombra me echa a patadas e insultos. “Debí hacer algo que lo hizo enfadar”, es lo que pienso cuando huyo a toda velocidad. Siempre soy el culpable.

Correr. Siempre correr. No sólo se trata de escapar de las patadas e insultos. A diario, hombres nos persiguen con rostro de furia. Nos odian. Día  a día, tenemos que ser creativos para escondernos y evitar que nos encuentren. Hemos sido testigos de los colegas que fueron capturados. Observamos la manera en que los golpearon y se los llevaron para no volver jamás.

Cualquier clima es difícil: si llueve, estornudamos todo el tiempo; si llega el verano, las gotas de agua escasean para nosotros. Tampoco voy a mentir, nuestro cuerpo se ha vuelto más resistente y a cada temporada siempre la terminamos por vencer. El hambre también es un obstáculo complicado en la vida diaria. Comemos las migajas que esporádicamente aparecen en las calles, y si no hay nada, simplemente borramos de nuestra mente la idea de que algo llegará a nuestros intestinos.

A esta altura de mi vida, he comprendido que nada me pertenece, ni mi propia vida. Todos y en todas partes han decidido por mí. Se han deshecho de mi presencia en el momento que así lo han querido, me humillan cuantas veces les apetece, se ríen de mí y hasta me llegan a arrojar piedras porque les parece divertido.

Esta es la triste vida de perro, al menos la mía. Me llamo José Luis y lo sé porque hasta el día de hoy, alguien se atrevió a mirarme y nombrarme de alguna manera. Creo que soy afortunado. Ahora,  antes de morir, podré presumirle al mundo que sé quién fui: José Luis.

lunes, 10 de junio de 2013

“Lucy”

Víctor Ruiz.




I
Cuando despertó, no pudo ver a los suyos por ningún lado. Su tribu desapareció sin explicación, como si una tormenta se los hubiera llevado sin dejar rastro. Lucy no entendía nada. Solamente sintió un dolor extraño en el pecho que le hizo derramar agua por los ojos. Ese día, Lucy lloró por primera vez.

Tenía 20 años, medía 1 m. aproximadamente  y estaba embarazada. Por instinto, más que por razonamiento, Lucy buscó por varias horas en los alrededores a sus compañeros. No encontró una sola pista, tampoco huellas en la tierra seca; Lucy se rindió bajo el pesado sol que llegaba directamente a su rostro.

Tuvieron que pasar más horas,-o días-, para que Lucy lograra entender que de verdad estaba sola. En el interior de su cuerpo, tenía a un ser que todavía se negaba a conocer la vida exterior; por lo demás, era Lucy y el mundo, y nada más.

El hambre y la sed obligaron a Lucy a ponerse de pie. La necesidad del alimento y agua le hicieron caminar encorvada por un tiempo incalculable. Caminó kilómetros, algunas veces con el sol en la espalda, otras con la lluvia de frente y en ocasiones con la neblina por todas partes.

Había estado así por un tiempo, llegando al último grado de la sobrevivencia: resistiendo todo los cambios climáticos posibles, escapando de animales salvajes y durmiendo en ásperas tierras. Cuando su cuerpo parecía que no reaccionaría más y se derrumbaría en cualquier parte a esperar la muerte, sus anchas orejas alcanzaron a detectar un sonido. Era un ruido incesante, como si se tratara de algo que corría y que no daba indicios de que fuera a parar. Lucy se apresuró desesperadamente tras el eco, y llegando al precipicio de una montaña, pudo ver a lo lejos que se trataba de un río. Observó entusiasmada como el agua se deslizaba a toda velocidad y respiró con tal profundidad que parecía que era la última exhalación de aire en la tierra.

Bajó y bebió el agua enérgicamente. Lo hizo durante un largo lapso hasta que consiguió saciar cada parte de su cuerpo. Lucy experimentó una sensación de satisfacción. Se sentía tranquila, y sin darse cuenta, había vencido a la vida; se enfrentó a ella y a su naturaleza logrando salir victoriosa.

II
Eran medio metro más altos que ella, tenían la columna un poco más recta y sus manos se movían con mayor habilidad. Lucy los miró perpleja, casi con miedo. Ellos, la habían rodeado en la orilla del río, la observaban con atención y a la vez con sorpresa, se podría decir que la miraban como si fuera una cosa extravagante.

Así se mantuvieron unos instantes mientras amagaban con atacarla. Lucy, que se sentía totalmente indefensa, se resignaba a bajar la cabeza en señal de sumisión. La tribu reconoció en Lucy, a un ser que era incapaz de agredirlos, no sólo por las limitaciones físicas, sino por el temor que provocaban en ella.

Con el tiempo, le permitieron acompañar a la tribu, mas nunca integrarse. Podía comer, beber y dormir junto a ellos, pero jamás la dejaban participar en alguna de sus actividades. Siempre era vista como la especie extraña e inferior. Si Lucy intentaba ayudar al resto de hembras, era desplazada; si pretendía cargar objetos, ni siquiera le permitían intentar.

El rechazo constante fue causando efecto en Lucy. Cada día lo dedicó a pasarlo a la orilla del río, que a pesar de que tenía prohibido introducirse en él, era su lugar favorito de la región. Cuando se llegaba la noche, solía subir a la montaña a observar el cielo hasta que el sueño la vencía.


III
Los machos habían partido en busca del alimento del día y no regresarían hasta el atardecer. Las hembras, que siempre eran las primeras en despestar, estaban al cuidado de los más pequeños y en ellos concentraban toda su atención. Lucy, como de costumbre, se encontraba en la orilla del río escuchando al agua correr. Era el único lugar donde podía experimentar tranquilidad y paz, además de que era un sitio donde el resto de la tribu no acostumbraba a visitar.

En aquel momento, justo cuando la corriente tomaba más fuerza, Lucy observó como uno de los integrantes más chicos de la tribu se acercaba lentamente al río. A lo lejos, intentó prevenirlo con alaridos  y movimientos para que se detuviera. El pequeño la ignoró y sin poder evitarlo cayó a las profundidades de las aguas.

Lucy desesperadamente corrió por todas partes. Se acercó a donde se encontraban el resto de las hembras e intentó llamar su atención, pero éstas hicieron como si ni siquiera existiera y continuaron con sus labores. Después del fracaso, Lucy regresó al río y se percató que el pequeño se ahogaba lentamente. Con el impulso que le provocó la situación, Lucy se introdujo en el río y lucho a contra corriente para tratar de alcanzarlo. Cuando logró llegar a él, lo tomó con sus cortos brazos, y sin saber de dónde le surgió la fuerza, consiguió arrojarlo a la superficie.

Lucy intentó regresar a la orilla del río, pero el cuerpo no le respondió más. Trató de avanzar una y otra vez, insistió, se aferró a la vida. La corriente se la llevó poco a poco, hasta que se perdió de vista. La tribu nunca se enteró del accidente y de ella no volvieron saber nunca más. Ese día, fue el último que Lucy pudo sentir las brisas de agua en su rostro.


IV
El 24 de Noviembre de 1974, el estadounidense Donald Johanson, encontró a las orillas de Etiopía un esqueleto conformado por 52 huesos. Se trataba de una hembra que tenía cerca de 3 millones de años de antigüedad. El grupo de investigadores que acompañaban a Johanson, decidió que tenían que llamar al fósil de alguna manera. La nombraron: “Lucy”.

martes, 4 de junio de 2013

“Mujer”

Víctor Ruiz.



Libre te quiero,
como arroyo que brinca
de peña en peña.
Pero no mía.

Grande te quiero,
como monte preñado
de primavera.
Pero no mía.

Pero no mía
ni de Dios ni de nadie
ni tuya siquiera.
("Libre te quiero", Agustín García Calvo)

Mírenme aquí: derrotada. Tirada en la superficie junto a mi orgullo. Al frente mis hijos están llorando. Me observan postrada en el suelo. No tengo cara para demostrarles lo que es la libertad, la dignidad y todos esos valores de los que siempre les hablo. Cuando tengan más conciencia, me preguntarán por qué mis palabras no tienen congruencia con mis acciones. Tendrán toda la razón, si hoy, no decido salir de este limbo.

Si me miro en el espejo no me reconozco. ¿Dónde está la piel delicada que tanto presumía? Ahora llevo golpes por todos lados; y sin embargo, el dolor interno resulta todavía más humillante.

Mírenme: sin esperanza. No sé a dónde carajo se fue el amor que nos prometimos años atrás. ¿Me amas?, siempre me pregunta a la mañana siguiente. “Te amo”, le he contestado como autómata por tanto tiempo. Y después, el silencio estremecedor. La tensión otra vez.

Obsérvenme ahora: sin sueños. ¿Dónde mierda se escondieron? Yo que prometía que los realizaría uno a uno sin que hubiera alguien o algo que me lo impidiera. Tengo que ser honesta y aceptar que los he ido perdiendo cada día en este infierno que es mi vida.

No tienen una idea de las veces que juré que a mí esto nunca me pasaría. “Las golpean por dejadas”, “hay que ser muy tonta para permitirlo”, “a mí me toca y no se la acaba”… siempre vociferando sin darme cuenta siquiera, que desde ese entonces, yo ya era víctima de este maldito sistema sexista.

He tenido que ver el suelo de cerca para entenderlo. Tuve que recibir el primer golpe para saber que nunca había sido libre. Aprendí a reconocer a las mujeres oprimidas, las he visto a los ojos y he sentido cómo llora su alma. No, no es necesario que exista un golpe de por medio. Vivimos oprimidas cuando nos cohíben el pensamiento, cuando pretenden decidir por nuestro cuerpo. Nos esclavizan en cada momento que nos aseguran que pertenecemos a alguien más.

Dicen que somos madres, hermanas, amas de casa, doctoras, novias, esposas…pero nadie menciona que antes que nada somos mujeres. Y siendo mujeres, tenemos el derecho de decidir qué queremos ser después.

Sé que habrá muchas como yo. Sé también que ocultarán la verdad de sus vidas ante la gente que las rodea; la pena es más accesible que gritar el dolor. Inclusive, podría asegurar que muchas de ellas se sentirán culpables de su situación.

Hemos perdido la cuenta de los años que nos han tratado con inferioridad. Escoltados en su fuerza física se han ido encargando de callar nuestras voces y sentimientos. Nada valemos si no abrimos las piernas dócilmente para ellos. Si queremos, dicen que no podemos; si deseamos, argumentan que no merecemos.

No había tenido el valor de terminar con esta historia. Me he comportado como una cobarde. Puerilmente imaginé que todo esto pasaría y que las cosas eventualmente mejorarían. Podrán señalarme y juzgarme cuantas veces quieran, pero a ustedes misóginos, algún día los condenará la justicia. 

Quiero que me miren a partir de este momento: estoy cansada. Ni un golpe más. No existirá un solo grito. Se acabó. Hoy me libero de estas malditas cadenas. Para cualquier mujer, en cualquier parte del mundo: tengan la certeza de que a partir de este segundo… libre me quiero.