miércoles, 1 de agosto de 2012

No quiero el divorcio


Te detesté, te aborrecí y sin previo juicio te condené por ser la culpable de una vida infeliz. Me cansaste, te llevaste todo, sí, con esa extraña fuerza que hizo hipnotizarme y adentrarme en tu macabro y delirante mundo. De verdad te odié. Con la ignominia que te ganaste a pulso: te pedí el divorcio.

Recuerdo que cuando te conocí me causaste indiferencia, pero que al pasar del tiempo me envolviste, me cautivaste y de repente ya era un neófito enamorado de todo tu ser. Me prometiste una vida llena de sabiduría, de triunfos (¿qué es el éxito?) y sobre todo me hiciste creer que jamás por ningún motivo lógico  (o irreal) yo me podría cansar de ti.

Te pedí el divorcio porque dejé de ser el de antes. Mi vida social se volvió casi nula, empecé a pasar los días enteros a tu lado. Las noches significaban la adicción de no poder dejar de observarte, de saborearte, de hacerte mía. Lo admito: me estabas volviendo loco.

No lograba entenderme con nadie. Mis colegas lamentaban que te incluyera dentro de la conversación; no querían saber nada de ti. “No empieces Víctor” siempre me recriminaban con gestos que denotaban el comienzo  de una tarde estropeada. Pero era tal mi amor enfermo que no me importaban los alegatos. Teníamos que hablar de ti.

Pasaron algunos meses donde intenté bloquearte de mi mente. “No más de ti”, era la consigna y el objetivo de cada día. Iniciaba las mañanas presumiendo que por fin te había hecho a un lado de mi vida; por las noches,  te extrañaba pero me convencía (o eso creo) que era mejor la distancia antes de que me llevaras al inexorable suicidio social.

Pero como los valientes que llevan de armadura la cobardía terminé por desenmascararme. No me podía seguir engañando. Te necesitaba para poder entender mejor el mundo, o para al menos tener tu compañía en su duro caminar.

Juan Villoro, Eliseo Alberto, Kropotkin, Hemingway, Bukowski, José Agustín, Revueltas, José Emilio Pacheco, Ibarguengoitia. A todos ellos los enviaste para que me asistieran. Uno a uno fue encargándose de mi débil estado, llenaron de vitalidad mi espíritu más que cualquier medicamento existente. Te pedí el divorcio y sin embargo nunca me dejaste solo.

¿Para qué negarlo? No tiene sentido, he aprendido a reconocerlo: soy un maldito adicto de tus encantadoras cualidades.

Como alguna vez lo hizo José Saramago ante su amada Pilar del Río, hoy yo quiero detener las manecillas del reloj. Son la 1 am. “La hora en que el mundo empezó”… Tú eres el mundo querida “lectura”. Y entregado a tu infinito misterio te expreso que no… no quiero el divorcio.

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