“Los hospitales son islas”… “Cada cama es un atolón
rodeado de soledad en el aséptico archipiélago de una sala” (Eliseo Alberto).
Filas de gente con cara de
preocupación, gestos de tensión y de tristeza. Sillas que se utilizan cuando
los pies ya no responden, colchones por si la noche y el sueño se unen para
derrumbarlos, garrafones de agua para resistir y veladoras a un costado para no
dejar de creer.
En la esquina un puesto de
tacos que erradica la hambruna generada por las horas de espera. Taxis que
aguardan la salida del primer sobreviviente de ese lugar. Y a las afueras,
abunda el silencio más que cualquier otra cosa.
“Acuéstate aquí” le dice una
señora de piel desgastada y cansada a su compañera mientras le señala con la
mirada el espacio que le reservó: un pedazo de concreto a lado del cristal.
Justo ahí para que pueda observar el momento en el que por fin un médico salga
de esa puerta a traer buenas noticias.
La mujer no se resiste y
agotada yace su cuerpo en el piso. “Traigo cobija por si quieres” le comenta la señora al tiempo que le hace
llegar la prenda de color amarillo. Con mirada indiferente y sin moverse de su
lugar se la recibe. Bastaron escasos minutos para que ésta se convirtiera en
presa de Morfeo.
Todos se han transformado en
pobladores de este sitio, lugar donde parece que el tiempo no avanza, espacio
que evidencia que la eternidad puede dejar de ser una utopía. Su nombre es una
tortura: “Sala de espera”.
Un taxi llega y trata de
aproximarse lo más cerca posible de la entrada, de él, desciende un anciano que
lleva consigo un suero y una cara de dolor que reclama algo de piedad. Con
pasos lentos ingresa a las instalaciones, y después de ser observado por todos
los presentes, se convierte en un miembro más de la pequeña sociedad.
El hospital de Zihuatanejo
arropa enfermos por doquier y sus paredes son oídos que registran llantos,
quejas e historias.
Una madre lamenta la condena
de sufrimiento que le espera de por vida: “Ser mamá es vivir con pendiente
siempre”… “Tos, diarrea y vomito"... "Todo le vino a dar a mi hija” expresa
agobiada mientras masajea el estomago de la niña como solución alterna (o
desesperada) ante la momentánea falta de atención.
“En 4 horas que he estado
aquí he visto que llegan: desangrados, demacrados y quebrados” cuenta con
entusiasmo y detalladamente un chaval de bigote firme y oscuro. Se ha ganado la
atención de sus colegas, mismos que entregan su atención completa a las
palabras llenas de morbo que éste va
ofreciendo.
Hay otros que prefieren
expresarse por medio de los ojos. Una señora que seguramente alcanza los 60
años de edad no cesa de llorar. No articula una sola palabra. Se encuentra
sentada y utiliza una toalla como pañuelo cada que las lágrimas son inevitables.
Por momentos da la impresión de que el hospital ha
emitido una invitación abierta a que se sumen la mayor cantidad posible de
personas a sus interiores. Los visitantes siguen aumentando, algunos
llevan topers llenos de comida y maletas
que les resultan difíciles de sostener.
En la puerta que da acceso a
los cuartos donde se encuentran los enfermos
se establece un vigilante que lleva un uniforme sucio y arrugado. Su
rostro refleja seriedad y su persona se ha convertido en la portadora de
esperanza para los que aguardan afuera.
Todos lo miran esperando que
anuncie el siguiente nombre de la persona que tendrá la fortuna de pasar y
recibir algún informe sobre el estado de
salud de su familiar, amigo, conocido o cualquier similitud que se tenga con el
individuo que se encuentra al interior.
El vigilante ingresa al
lugar y se pierde de vista por algunos minutos. Cuando regresa todos se acercan
y lo miran con suspenso. Por fin grita un nombre .Una mujer es la seleccionada
para que pueda recorrer los pasillos, que en algunas ocasiones, tienen como destino final la tan temida muerte. Se da cuenta de ello y corre apresurada
como si sólo tuviera unos segundos para no perder la oportunidad.
El resto regresa a sus
posiciones…Aún tienen que seguir esperando.
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