viernes, 28 de marzo de 2014

"Diario de una huelga"

Víctor Ruiz.




Nunca había sido tan sencillo cruzar la avenida Francisco J. Múgica. No hay murmullos ni pasos acelerados. Las combis de la ruta amarilla están en fila, pero ahora no tienen prisa en que les den salida. Van solamente dos días de huelga en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo (UMSNH), pero para ellos ha sido toda una eternidad.


"¡Uy!, nosotros vivimos de ellos", me dice el checador de combis. No se mira triste ni tampoco se lo toma con humor, es simple y mera resignación. "Todo Morelia ha de estar igual", comenta como una forma de autoconsuelo.


Y es que parar las actividades dentro de Ciudad Universitaria es también condenar a los de afuera, a los que cuando llegan a sentir la ausencia de estudiantes, también visualizan las mínimas ganancias en el día.


¿Qué tanto ha disminuido sus ventas?, le pregunto a los encargados del local de copias, ese que se encuentra enfrente de CU y que casi nunca se ve solo. "Pues...todo" me responde mientras ríe nerviosamente y se dedica a mirar el televisor.


Ante el aburrimiento, todos han decidido invertir el tiempo en lo que casi nunca hacen. Por allá, a lo lejos, se le mira al chofer de combi leyendo de pies a cabeza el periódico. Va en la sección de economía y se está reservando las policíacas para cuando queden escasos minutos de la jornada laboral. Del otro lado, el camionero de la ruta "Panteón", por fin se decidió a lavar ese motor que está más negro que la noche, y que seguramente ni en cinco huelgas terminaría de limpiar.


"¡Todo está muerto!", me comenta mientras a la par corta la fruta. Lo hace en pequeñas proporciones y ni siquiera tiene todos los ingredientes que acostumbra. Se dedica a la venta de gazpachos y asegura que es de las consentidas de los estudiantes, pero hoy, me dice, no tiene sentido desperdiciar la fruta.


No salen las cuentas. Las arcas de la universidad están paralizadas, tampoco hay ganancias para los comerciantes que normalmente se encuentran dentro de la universidad, ni para los cumbieros que gritan más por compromiso: "¡La 04 para el centro!". La huelga afecta a propios y extraños.


Los taxistas no figuran. Las máquinas copiadoras descansaron. El refrigerador del bar está en su nivel más bajo. Al local de las tortas, por primera vez le sobra milanesa a eso de la una de la tarde. Las cubetas de los lavacoches no tienen agua. Hoy... no salen las cuentas.


"¡Sale, chulo!", le grita el checador al de la unidad 54. El chofer mira con fastidio y no le queda de otra que acelerar. Lo hace despacio, como si bajando la velocidad fuesen aparecer los pasajeros de la nada. Pero no, se encamina hacia la calle Cuautla sin un solo pasajero. La gasolina está muy cara y hoy, en el diario de una huelga, no salen las cuentas para nadie.

martes, 4 de marzo de 2014

“Primer día de trabajo”

Víctor Ruiz.

Fotografía: Walter Carvalho


Ese martes, por fin, Manuel iba a matar a alguien. Cumplió 12 años y oficialmente ya podía debutar como sicario profesional. Lleva en la espalda su R15 y desde hoy, tendrá que poner en práctica lo que aprendió desde los 8 años.

Desde que tiene memoria, su padre le dijo que aquí, en el campo, no había ninguna oportunidad. Le advirtió, desde temprana edad, que a la escuela no iba a poder ir. Manuel no sabe leer ni escribir, pero ahora maneja las armas como si fuera un militar consolidado.

A su padre ya lo mataron hace tiempo, pero Manuel nunca claudicó, siempre supo que tenía/debía seguir el mismo camino, pues aquí en el pueblo no hay otra forma de vivir.

Su madre no se opone, es más, ve en Manuel la figura del hombre de la casa. Ahora tiene la responsabilidad de velar por ella y sus dos hermanos, ambos más chicos. Cuando era más pequeño, Manuel solía escuchar por horas los sonidos de la naturaleza. Siempre decía que él quería ser músico. A papá le pidió en más de una ocasión una guitarra, pero la respuesta siempre fue un “no”. Olvídate de ello, le decía cruelmente sin mirarlo, “que no ves que no tenemos ni para comer” remataba para eliminar cualquier mínima ilusión.

Al entrar al cartel del crimen organizado, Manuel recibió lecciones de frialdad. No mirar, no escuchar, no sentir y no llorar. Estos principios le fueron repetidos cada día de su vida. Le estaba totalmente prohibido mostrar lástima o empatía con alguien. “Son signos de debilidad”, le decían.

Los entrenamientos comenzaban a eso de las 6 de la mañana y terminaban cerca de la media noche. En un principio, Manuel solamente se dedicaba a observar. No perdía nunca detalle de nada y siempre mostró más avance que sus compañeros, quien sabe si por gusto o porque sentía la necesidad de tener una vida diferente.

Era un tipo callado, tímido y misterioso. Sus compañeros sabían muy pocas cosas de él. No tenía amigos y tampoco estaba interesado en hacerlos. Los ratos libres los utilizaba para practicar, y si no lograba la perfección, se reprochaba a él mismo.

La primera vez que agarró un arma no experimentó miedo, pero tampoco satisfacción. Simplemente jaló el gatillo y comenzó a disparar al aire libre. Desde ese momento, se convirtió en el favorito de los jefes. “Tienes potencial” le decían a cada rato.

Por momentos, Manuel recordaba su gusto por la música, sobre todo en las pocas festividades que realizaban en el pueblo. Un día se atrevió a imaginar cómo sería su vida si hubiese logrado tener esa guitarra; pero la fantasía sólo le duró unos segundos. Hacía mucho tiempo que Manuel reprimía sus sentimientos. Era un robot de carne y hueso.

Por las tardes, el comando dedicaba a enseñar a los niños cómo escapar de los militares. “La mayoría de ellos están coludidos con nosotros o comprados, pero no sobran las medidas de prevención” instruían a los chicos que tomaban apuntes.

Con el tiempo, Manuel se enteró que ellos y los militares no eran tan diferentes. Ambos mataban a sangre fría, sólo que cada quien cuidaba sus propios intereses. A esta altura no se cuestionaba o no discernía entre lo bueno y lo malo. La conciencia pasó a ser una palabra más y la moral se perdió entre la tortura, la sangre y todo aquello que sus retinas no pudieron borrar.

Hoy Manuel comienza su carrera profesional. No se le nota nervioso ni preocupado. Está ansioso porque sabe que a partir de hoy la paga mejorará. La cita es a la media noche, justo cuando se cree que llega la calma. Arribará a la parte alta de la montaña, ahí lo mirará a los ojos sin preguntar nada y no se asegurará de saber si es culpable o inocente. Apuntará sin prisa, directamente a la frente. Jalará el gatillo y su trabajo estará completo. A partir de hoy, el único sonido que escuchará Manuel, es el del silbido de las balas.