lunes, 5 de agosto de 2013

"Domar a la bestia” (Parte 2)

Víctor Ruiz.



Se aferró a los tubos. Por un instante parecía que caería al vacío, pero quién sabe si fue el miedo el que le hizo sostenerse con todas sus fuerzas. Estaba sudando frío y no era para menos; era la primera vez en la vida que había sentido la muerte tan cerca.

Quiso apresurarse y acomodarse lo más lejos de la orilla, pero tenía los músculos tensos y no se podía mover con agilidad. El resto de hombres no hacía nada por ayudarlo; creían que cualquier movimiento en falso significaría abandonar a la “bestia” y quizás a la vida también. 

Esto no le sorprendía de ninguna manera. Alguien en el pueblo le había dicho, que una vez estando arriba de la “bestia”, cada quien se rascaba con sus propias uñas.
Lo siguiente era trabajo de la mente: ¿Cómo resistir aproximadamente tres semanas arriba de la “bestia”? Para llegar a los Estados Unidos se tenía que soportar frío, lluvia, sol, hambre, sed, sueño y todo aquello que despierta el instinto de sobrevivencia. Era consciente que existirían momentos en que la paciencia amenazaría con extinguirse y habría otros instantes donde la mente le jugaría sucio, y se preguntaría si de verdad quería seguir con la travesía.

Sin noción de la hora, veía como los amaneceres y las noches pasaban. Casi nunca dormía porque hasta eso le daba temor. Pero cuando el sueño lo derrotaba, trataba de quedarse lo más recto posible para que ningún movimiento brusco lo tomara por sorpresa. Ir en el lomo de la “bestia” era tener los cinco sentidos alertas a cada instante.

Fue en una curva donde precisamente olvidó esto. Dos segundos de distracción y su cuerpo comenzó a ir directo al vacío. La velocidad con que cayó no le dio tiempo para pensar que podía morir. Rodó incontables veces, hasta que una piedra lo detuvo golpeándose  la espalda. Inmediatamente perdió el conocimiento y estuvo fuera de sí por un lapso prolongado.

Era como estar en la nada. Tierra seca y silencio. Despertó y no tenía precisión de lo que había ocurrido. Miró su ropa empolvada y desgarrada; se tomó la cabeza y se percató que le dolía casi todo el cuerpo. Tuvo miedo de pedir ayuda, aunque esto hubiera sido inútil.

La única opción que tenía era caminar. Lo hizo así por horas sin encontrar rastro humano al frente. La desesperación comenzaba a resignarlo. Moriría y su familia jamás se enteraría. Caminó, pero ya sin ninguna esperanza; solamente esperaba a que llegara el momento en que sus piernas no respondieran más y poder así morir en paz.

Por alguna extraña razón, sus piernas no terminaban de debilitarse, como si el destino hubiera indicado que no tenía derecho a dejar de caminar. Hubo momentos en que quiso trotar, pero era demasiado. La caminata interminable lo llevó a la cima de una montaña. Sus ojos se iluminaron súbitamente y comenzó a reír desenfrenadamente. Su mirada veía de lado a lado como la ciudad se le rendía ante él.

Antes de preguntarse qué lugar podía ser lo que tenía enfrente, caminó lo más rápido que le era posible. El hambre y la sed lo impulsaban a llegar sin importar que existiera algún peligro de por medio. No tenía absolutamente nada de dinero; confiaba en que encontraría a un solo ser humano dispuesto  a ayudarlo.

Nada de eso sucedió. Las personas lo ignoraban cuando se acercaba a hablar; los niños lo esquivaban por indicaciones de sus madres; algunas mujeres se cubrían la nariz cuando pasaban a su lado. Era la indiferencia total. De reojo se percató que una patrulla le seguía el rastro y el pánico se apoderó de él. Sería deportado y su pueblo se decepcionaría si no se apresuraba a refugiarse.

Todas las señales le indicaban que había llegado a los Estados Unidos. No tenía ni una hora en la ciudad y ya había sido víctima de la discriminación, intolerancia y vigilancia. Justo como le contaron que era el país de los dólares. El hambre ya le afectaba insoportablemente que no tuvo de otra que buscar en los basureros y saciar, aunque fuera un poco, al intestino.

El color de piel resultó otro problema para él. La gente se le quedaba viendo de manera extraña e inclusive escuchó a niños reírse a sus espaldas. Quiso pedir trabajo y lo rechazaban sin ni siquiera entrevistarlo. Le habían dicho que la vida sería dura; pero jamás se imaginó que se convertiría en un absoluto nadie. Le preocupaba no poder cumplir las promesas pactadas con su familia, pero sobre todo, le desesperaba saber que no iba a poder mandar mensualmente los dólares que tanto necesitaban en su casa.

Le pasó por la mente robar, pero su moral era más fuerte y nunca se perdonaría un acto de ese tipo. Después de meditarlo por un rato, decidió que lo mejor era entregarse a la policía y soportar el fracaso que le esperaba de por vida.

Se dirigía a buscar su destino, cuando algo le saltó a la vista. No creía lo que veía. Era totalmente irracional y absurdo que esa fuese la realidad. No había equivocación. Toda la plaza se encontraba decorada con los mismos colores. Se dio cuenta que todavía estaba lejos de los Estados Unidos; pero pensó, que si todo esto se sufría en un país tan cercano al de él, ya no sabía qué esperar cuando de verdad lograra llegar.

Ante sus ojos, sujetada a una asta, se ondeaba de lado a lado…era la bandera de México.

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