martes, 30 de julio de 2013

“Domar a la bestia”

Víctor Ruiz.


Pero aquí abajo 
cada uno en su escondite
hay hombres y mujeres
que saben a qué asirse
aprovechando el sol 
y también los eclipses
apartando lo inútil 
y usando lo que sirve
con su fe veterana
el Sur también existe
(“El Sur también existe, Mario Benedetti)

El día que iba a partir, la gente de su comunidad lo llenó de bendiciones y rosarios. Ya tenía 18 años, la edad obligatoria para irse del pueblo a buscar un lugar donde hacerse de dinero.

Se había llegado el día y en realidad no tenía conciencia de que estaba a punto de convertirse en un migrante. Tenía miedo. Había escuchado muchas historias sobre gente que nunca logró llegar. “Tú tienes que domar a la bestia”, le aconsejaron mientras practicaba cómo subir al imponente tren que lleva a cientos de gentes a los Estados Unidos.

Hizo una sola maleta, ligera. Sabía que de tener más peso sobre su espalda, las consecuencias en la “bestia” podrían ser catastróficas. En dos horas iba a partir, justo antes de que el sol amenazara con salir. Contaba con el tiempo suficiente para abrazar por última vez a su familia. “No quiero nada de lágrimas”, lo había advertido desde días atrás.

Su madre le hizo prometer, que por lo menos, tres veces al año le escribiría para saber qué había sido de él. Él, prometió que mensualmente nunca faltaría su apoyo económico. Todavía no sabía en qué trabajaría, ni cuánto dinero obtendría; pero su mente estaba concentrada en llegar primero. “Lo difícil, será pasar la frontera” se repetía a cada minuto.

Antes de tomar su maleta y partir, decidió salir a caminar solo. Recorrió el pueblo y hacer paradas en los lugares que le traían más recuerdos. Estuvo largo rato en la orilla del río, donde aprendió a nadar. Fue al viejo ganado, donde cuidó en más de una ocasión a las ovejas. Por un momento se preguntó si de verdad era necesario irse de su comunidad. ¿No hay manera de vivir dignamente en este lugar?  Después recordó, que su pueblo, era prácticamente uno fantasma. En 20 años, más de la mitad de su población se había marchado para no volver jamás.

Quiso pensar en lo positivo de la situación, pero la verdad era que estaba triste. Le parecía injusto que tuviera que dejar todo; le era aún más deprimente saber que no tenía ninguna otra opción. Tenía 18 años y el destino ya estaba escrito.

Y hablar de emigrar, para él, sonaba tan mal. La historia le decía que la gente como él había construido naciones ajenas; trabajaban para el progreso de gente que no les agradecían ni mostraban interés en su mano de obra. Algunas veces, escuchó en las noticias cómo las cifras se elevaban anualmente de gente que salía de su lugar de origen o de los muchos que se quedaban en el intento; pero todo esto, no le quitaba las esperanzas e ilusiones que traía entre manos.

Regresó a su casa sólo para tomar su maleta, mientras a la par, su madre y hermanos lo abrazaban tan fuertemente que parecía que nunca lo dejarían ir. El nudo en la garganta lo retuvo. No quería mostrarse débil ni tampoco provocar el llanto de su familia.

El camino era largo, tanto que le dio tiempo de fumarse un par de cigarros. Cuando llegó, miró a decenas de hombres con maletas. No socializó con nadie, quizás por nerviosismo o por simple apatía. El frío calaba en todas las partes de su cuerpo. El temple rígido de todos los hombres, le hizo sentirse seguro.

La neblina no permitía observar nada. Sólo por ese momento parecía que tanto el norte como el sur eran iguales, nada más por unos minutos. A lo lejos, el ruido de las ruedas girando por las vías a toda velocidad iba aumentando; el claxon ya se sentía en los tímpanos. Al frente: “La bestia”. Todo lo que había practicado en el pueblo, se le fue al olvido junto con el viento que le arrebató la gorra. Dos segundos; era el tiempo con el que contaba. Más con instinto que con técnica, saltó hacia la bestia con todas sus fuerzas…

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