Víctor Ruiz.
No todos los martes son primavera. Se levantó como pudo y fue directo al
baño. Sosteniéndose en el lavabo, se miró en el espejo y no, no se reconoció.
¿De dónde le había surgió esa desalineada barba? Preguntó a su rostro con
pánico. Estuvo así unos minutos, pretendiendo que su imagen cambiara
radicalmente, pero nada, barba fija y firme.
Caminó de nuevo a su cama. La cosa era grave. Tenía en la silla que se
encontraba a un costado ropa para el día, pero no lograba identificarla. “Yo
nunca he usado eso”, dijo para sí mismo. Analizó cada prenda con disgusto y al
revisar toda la habitación, se dio cuenta que no tenía más opción que usarla.
Antes de tomar valor para salir de su habitación, pensó en lo que habría
más allá de la puerta. Tenía miedo. ¿Estaré secuestrado? La pregunta le saltó
por la mente, pero casi al instante desechó la idea. “Si fuera así, debería
estar amordazado”, se contestó después de un breve razonamiento.
Con pasos lentos y calculados, fue avanzando hacia la puerta. Giró la
perilla tratando de hacer el mínimo ruido, mientras al mismo tiempo cerraba los
ojos con fuerza. Pasaron cinco segundos, diez, quince…no se animaba a ver la
luz. Las manos sudorosas y la respiración agitada lo llenaron todavía más de
pavor.
Repentinamente, como por medio de un impulso, los párpados abrieron veloz y
gigantescamente. Al frente: escaleras y soledad. Ni un solo suspiro. Todo era
silencio. Por supuesto nunca había estado en ese lugar. Desde el segundo piso,
la casa lucía limpia y con una decoración que bien podía inspirar paz; pero en
su caso, la incertidumbre atiborraba cada rincón de ese extraño hogar.
Por un momento pensó en regresar a la habitación, pero sus instintos le
hablaron del acto heroico que había sido llegar hasta ahí; además, una
sensación de explorar se le despertó en el cuerpo. Iba a bajar las escaleras
sin importar consecuencia alguna.
Quiso hacerlo rápido pero al primer escalón sus piernas se desvanecieron
como agua. Inmediatamente se revisó cada parte tratando de encontrar alguna
herida. Nada. ¿Acaso solamente era un anciano sin fuerza?
Tuvo que bajar lentamente, sostenido del pasamano. Quién sabe cuánto tiempo
pasó antes de que pisara el último escalón. La noción del tiempo no era su fuerte
en ese momento. Miró hacia arriba y por un momento el orgullo provocado por su
hazaña le invadió el cuerpo; el miedo había desaparecido sin que se lo
propusiera.
No tuvo tiempo de pensar en qué parte debería comenzar a indagar. El hambre
voraz lo llevó a buscar la cocina, misma que para su fortuna, se encontraba
casi encimada a las escaleras. “¡Hola!”, gritó más por protocolo que por las
ganas de saludar. Nadie contestó al llamado.
Devoró cuanta comida encontró al frente: pan, huevos, carne, jugo, leche…
“Es como si lo hubieran preparado especialmente para mí”, pensó sin darle mucha
importancia o precaución al asunto. “¿Cuántos días estuve sin comer?”, intentó
responderse después de ver la última ración en su plato.
La comida lo hizo sentirse más seguro. Ahora se desplazaba con mayor
habilidad y por alguna extraña razón comenzó a imaginar que esa casa, tarde o
temprano, iba a ser suya. “Me gusta para vivir, sí, me agrada”, vociferaba al
aire mientras miraba detalladamente a su alrededor. Sin embargo, la situación
era atípica y no podía desplazar la idea de que era un invasor, un entrometido.
Sabía que antes de sacar conclusiones, era necesario inspeccionar
clínicamente el lugar. Bajo esa premisa, recorrió cuanto pasillo y cuarto se le
presentaba. La casa era grande y eso le era un indicador de que ahí vivía mucha
gente. “No me incomodaría vivir con alguien más”, se atrevió a pensarlo como
una idea atractiva.
El único espacio que faltaba por revisar, y que intencionalmente lo dejó
para el final, era la sala. Con tranquilidad se dirigió hacia ella para dar por
terminada su exploración. Tres sillones aparentemente cómodos y una televisión
de tamaño mediano, fue lo que miró en el primer instante. Le pareció un sitio
que se podía convertir en su favorito de la casa.
Pretendía regresar a la habitación, para ello, dio un último vistazo al
lugar. Lo que vio en la pared le provocó una sorpresa espantosa. Su boca se
abrió de forma natural y los labios temblorosos no le permitieron decir palabra
alguna. Era un cuadro que tenía una foto de él. Se vio a sí mismo en la imagen,
con la diferencia de que en ésta, sonreía y presumía una barba decente.
Quiso tranquilizarse, pero antes de lograrlo, la puerta de la entrada se
abrió. Apareció dentro de la casa un hombre, quizás 30 años menor que él.
“¡Papá!”, le dijo al mirarlo y darse cuenta de que su rostro era total
confusión. “¿Papá?”, preguntó él. “Sí, soy tu hijo”, contestó con tristeza el
joven.
El hijo lo abrazó fuertemente, sin dejar oportunidad a una reacción. “Es tu
enfermedad, papá… tienes alzheimer”. Al escuchar esto, su cuerpo comenzó a
temblar incontrolablemente. Estaba atónito y no sabía qué decir. Su hijo
prefirió acariciarle cariñosamente el rostro antes de intentar explicar,
después se acercó a su oído y con ternura le dijo: “Tranquilo, papá…no todos los martes son primavera”.
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