lunes, 8 de julio de 2013

“No todos los martes son primavera”

Víctor Ruiz.


No todos los martes son primavera. Se levantó como pudo y fue directo al baño. Sosteniéndose en el lavabo, se miró en el espejo y no, no se reconoció. ¿De dónde le había surgió esa desalineada barba? Preguntó a su rostro con pánico. Estuvo así unos minutos, pretendiendo que su imagen cambiara radicalmente, pero nada, barba fija y firme.

Caminó de nuevo a su cama. La cosa era grave. Tenía en la silla que se encontraba a un costado ropa para el día, pero no lograba identificarla. “Yo nunca he usado eso”, dijo para sí mismo. Analizó cada prenda con disgusto y al revisar toda la habitación, se dio cuenta que no tenía más opción que usarla.

Antes de tomar valor para salir de su habitación, pensó en lo que habría más allá de la puerta. Tenía miedo. ¿Estaré secuestrado? La pregunta le saltó por la mente, pero casi al instante desechó la idea. “Si fuera así, debería estar amordazado”, se contestó después de un breve razonamiento.

Con pasos lentos y calculados, fue avanzando hacia la puerta. Giró la perilla tratando de hacer el mínimo ruido, mientras al mismo tiempo cerraba los ojos con fuerza. Pasaron cinco segundos, diez, quince…no se animaba a ver la luz. Las manos sudorosas y la respiración agitada lo llenaron todavía más de pavor.

Repentinamente, como por medio de un impulso, los párpados abrieron veloz y gigantescamente. Al frente: escaleras y soledad. Ni un solo suspiro. Todo era silencio. Por supuesto nunca había estado en ese lugar. Desde el segundo piso, la casa lucía limpia y con una decoración que bien podía inspirar paz; pero en su caso, la incertidumbre atiborraba cada rincón de ese extraño hogar.

Por un momento pensó en regresar a la habitación, pero sus instintos le hablaron del acto heroico que había sido llegar hasta ahí; además, una sensación de explorar se le despertó en el cuerpo. Iba a bajar las escaleras sin importar consecuencia alguna.

Quiso hacerlo rápido pero al primer escalón sus piernas se desvanecieron como agua. Inmediatamente se revisó cada parte tratando de encontrar alguna herida. Nada. ¿Acaso solamente era un anciano sin fuerza?

Tuvo que bajar lentamente, sostenido del pasamano. Quién sabe cuánto tiempo pasó antes de que pisara el último escalón. La noción del tiempo no era su fuerte en ese momento. Miró hacia arriba y por un momento el orgullo provocado por su hazaña le invadió el cuerpo; el miedo había desaparecido sin que se lo propusiera.

No tuvo tiempo de pensar en qué parte debería comenzar a indagar. El hambre voraz lo llevó a buscar la cocina, misma que para su fortuna, se encontraba casi encimada a las escaleras. “¡Hola!”, gritó más por protocolo que por las ganas de saludar. Nadie contestó al llamado.

Devoró cuanta comida encontró al frente: pan, huevos, carne, jugo, leche… “Es como si lo hubieran preparado especialmente para mí”, pensó sin darle mucha importancia o precaución al asunto. “¿Cuántos días estuve sin comer?”, intentó responderse después de ver la última ración en su plato.

La comida lo hizo sentirse más seguro. Ahora se desplazaba con mayor habilidad y por alguna extraña razón comenzó a imaginar que esa casa, tarde o temprano, iba a ser suya. “Me gusta para vivir, sí, me agrada”, vociferaba al aire mientras miraba detalladamente a su alrededor. Sin embargo, la situación era atípica y no podía desplazar la idea de que era un invasor, un entrometido.

Sabía que antes de sacar conclusiones, era necesario inspeccionar clínicamente el lugar. Bajo esa premisa, recorrió cuanto pasillo y cuarto se le presentaba. La casa era grande y eso le era un indicador de que ahí vivía mucha gente. “No me incomodaría vivir con alguien más”, se atrevió a pensarlo como una idea atractiva.

El único espacio que faltaba por revisar, y que intencionalmente lo dejó para el final, era la sala. Con tranquilidad se dirigió hacia ella para dar por terminada su exploración. Tres sillones aparentemente cómodos y una televisión de tamaño mediano, fue lo que miró en el primer instante. Le pareció un sitio que se podía convertir en su favorito de la casa.

Pretendía regresar a la habitación, para ello, dio un último vistazo al lugar. Lo que vio en la pared le provocó una sorpresa espantosa. Su boca se abrió de forma natural y los labios temblorosos no le permitieron decir palabra alguna. Era un cuadro que tenía una foto de él. Se vio a sí mismo en la imagen, con la diferencia de que en ésta, sonreía y presumía una barba decente.

Quiso tranquilizarse, pero antes de lograrlo, la puerta de la entrada se abrió. Apareció dentro de la casa un hombre, quizás 30 años menor que él. “¡Papá!”, le dijo al mirarlo y darse cuenta de que su rostro era total confusión. “¿Papá?”, preguntó él. “Sí, soy tu hijo”, contestó con tristeza el joven.

El hijo lo abrazó fuertemente, sin dejar oportunidad a una reacción. “Es tu enfermedad, papá… tienes alzheimer”. Al escuchar esto, su cuerpo comenzó a temblar incontrolablemente. Estaba atónito y no sabía qué decir. Su hijo prefirió acariciarle cariñosamente el rostro antes de intentar explicar, después  se acercó a su oído y con ternura le dijo: “Tranquilo, papá…no todos los martes son primavera”.

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