Víctor Ruiz.
Me llamo José Luis y desde que tengo memoria he vivido en la calle. De
pequeño recuerdo haber pasado los días
en caminos empedrados, lodosos y a veces lluviosos. Nunca nadie me quiso tocar,
es más, creo que en todo este tiempo jamás alguien me ha mirado más de cinco
segundos.
Mi madre murió al poco tiempo de haberme parido. Lo último que recuerdo de
ella era su semblante triste y cansado, como si la muerte fuera lo mejor que le
podía pasar. Supongo que muchos en mi lugar la odiarían por entregarme a una
vida cruel, pero al final pienso que ella tenía la esperanza de que yo encontrara
un futuro más prometedor.
Con el tiempo y los años, fui aprendiendo la vida dura…eso que llaman
calle. Encontré a otros como yo, y aunque en un principio todo era pelea, hemos
terminado recorriendo juntos gran parte de la ciudad. Calles, terrenos y
grandes avenidas nos han hecho amigos. Ya sea por necesidad o sobrevivencia, la
camaradería se ha convertido en una cosa inquebrantable. Por momentos tratamos
de divertirnos y estar felices, pero no siempre lo conseguimos, casi nunca.
Tenemos restringido el derecho a la alegría.
Antes de pensar que la situación podría mejorar, ya sea porque merecemos o
simplemente por azar de la diosa fortuna, la muerte de otros, como yo, nos ha
ido devolviendo la conciencia de nuestra realidad: vivir o morir; llegar al día
siguiente o quedar en el camino.
No quiero decir que entiendo mi situación. No la comprendo, pero me he
resignado a ella por obligación. He visto a otros tantos como nosotros, al
menos físicamente; los he visto deambular, me han mirado a los ojos y nos hemos
reconocido mutuamente. Podría jurar que básicamente somos iguales, pero cuando
llegan ellos, los que se encargan de mirar y tratarlos diferente, todo se
vuelve incomprensible para mí. Sé que mi vida no tiene cabida en las suyas, sé
también que desde que llegué a este mundo estaba condenado al rechazo. Les juro
que soy consciente, pero, ¿por qué es así?
El desprecio me ha hecho pensar que soy el sujeto más desagradable de la
tierra. He buscado diferentes estrategias para no molestar a nadie, pero
absolutamente nada funciona. Trato de caminar despacio, sin ruido, que no se
note mi presencia; pero si alguien siente mi sombra me echa a patadas e
insultos. “Debí hacer algo que lo hizo enfadar”, es lo que pienso cuando huyo a
toda velocidad. Siempre soy el culpable.
Correr. Siempre correr. No sólo se trata de escapar de las patadas e
insultos. A diario, hombres nos persiguen con rostro de furia. Nos odian.
Día a día, tenemos que ser creativos
para escondernos y evitar que nos encuentren. Hemos sido testigos de los
colegas que fueron capturados. Observamos la manera en que los golpearon y se los llevaron para no volver jamás.
Cualquier clima es difícil: si llueve, estornudamos todo el tiempo; si
llega el verano, las gotas de agua escasean para nosotros. Tampoco voy a
mentir, nuestro cuerpo se ha vuelto más resistente y a cada temporada siempre
la terminamos por vencer. El hambre también es un obstáculo complicado en la
vida diaria. Comemos las migajas que esporádicamente aparecen en las calles, y
si no hay nada, simplemente borramos de nuestra mente la idea de que algo
llegará a nuestros intestinos.
A esta altura de mi vida, he comprendido que nada me pertenece, ni mi
propia vida. Todos y en todas partes han decidido por mí. Se han deshecho de mi
presencia en el momento que así lo han querido, me humillan cuantas veces les
apetece, se ríen de mí y hasta me llegan a arrojar piedras porque les parece
divertido.
Esta es la triste vida de perro, al menos la mía. Me llamo José Luis y lo
sé porque hasta el día de hoy, alguien se atrevió a mirarme y nombrarme de
alguna manera. Creo que soy afortunado. Ahora,
antes de morir, podré presumirle al mundo que sé quién fui: José Luis.
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