martes, 28 de mayo de 2013

“¡Salud, camarada!”

Víctor Ruiz.


Debió de ser un día por la tarde cuando lo conocí, justo cuando el sol amenazaba con ocultarse. Él estaba ahí, pensativo y desolado, fuera de sí mismo. Cuando lo miré, me lanzó una ligera sonrisa, una que no me hablaba de confianza pero que  presagiaba la camaradería que estábamos a punto de procrear.

“Yo creía que para estos tiempos, la libertad ya iba ser toda una realidad”, me dijo a lo lejos tratando de iniciar una conversación. “Corren tiempos difíciles”, me limité a responder. Me miró con curiosidad y después de un largo silencio, me pidió que le explicara a qué me refería.

Le hablé de los problemas generales que tiene el país: recorrí uno por uno los conflictos sociales que nos abundan en la cotidianidad y prometí darle en un futuro estadísticas que le reflejaran lo que hablaba en ese momento. Me observó con sorpresa, como si no terminara de entender lo que decía. “Es la patria en la que nos toco vivir” exclamé.

-¿La patria?- me preguntó con una dosis de rabia.

-Sí, ¡La jodida patria!- respondí.

Me retiró la mirada a la vez que daba un largo suspiro. Sus ojos parecían centrarse en alguna parte del horizonte. Para ese instante, mi mente ya comenzaba a intentar descubrir cuál era la razón que lo había hecho molestar, como era evidente. Antes de que llegase a una conclusión, me volvió a dirigir la palabra.

-Y bien, ¿qué patria tiene el pobre? El que no cuenta más que con sus brazos para ganarse el sustento, sustento del que carece si al amo maldito no se le antoja explotarlo, ¿qué patria tiene? Porque la patria debe ser algo así como una buena madre que ampara por igual a todos sus hijos. ¿Qué amparo tienen los pobres en sus respectivas patrias? ¡Ninguno! El pobre es un esclavo en todos los países, es desgraciado en todas las patrias, es un mártir bajo todos los gobiernos. Las patrias no dan pan al hambriento, no consuelan al triste, no enjugan el sudor de la frente del trabajador rendido de fatiga, no se interponen entre el débil y el fuerte para que éste no abuse del primero; pero cuando los intereses del rico están en peligro, entonces se llama al pobre para que exponga su vida por la patria, por la patria de los ricos, por una patria que no es nuestra, sino de nuestros verdugos.

En todo momento asentí a lo que escuchaba. Aprobé cada una de sus palabras por la sencilla razón de que compartía su mirar.

-Es triste que en nombre de la patria se generen guerras, pero lo es más aún, que por la patria tengamos que enrolarnos para votar a un político- añadí tratando de complementar su idea.

-¿El pueblo sigue sin comprender lo dañino del poder?

-Inclusive han pretendido revueltas políticas. El país se divide en izquierda y derecha electoral. Pocos son los que entienden que la más grande y verdadera utopía es eso que nombran democracia.

-Ya no tienen razón de ser las revoluciones netamente políticas. Matarse por encumbrar a un hombre al poder es sencillamente estúpido. Una revolución que no garantice al pueblo el derecho de vivir, es una revuelta de políticos  a quienes debemos dar la espalda los desheredados. Necesitamos los pobres una revolución social y no política.

Traté de ejemplificarle como el Estado se había hecho más poderoso con el pasar de los años y que al lado más salvaje del capitalismo, le habían surgido brazos demoledores que solían llamarles sistema de mercado, neoliberalismo o globalización.

Cada intervención de mi parte provocaba en él una reacción atónita. Era como si su persona se hubiese perdido en el tiempo y sólo hasta ese momento hubiera tenido la oportunidad de regresar.

Sus dudas me saltaban una tras otra. Ninguna palabra mía le bastaba para comprender la involución de la humanidad. En su cabeza no cabía la idea de que las instituciones pasaran por encima de la sociedad; no entendía qué era eso de la televisión y del porqué de su poder; rechazaba tajantemente la represión policial y militar; y sobre todo, repugnaba el egoísmo que imperaba sobre la solidaridad.

-¿Usted es anarquista?- pregunté para confirmar lo que sospechaba desde un principio.

-Creo que es la única manera de conseguir un mundo de igualdad y libertad. Es la solución para comenzar a caminar hacia la vida.

-Debe de saber que el término de la anarquía está más que condenado en estos tiempos. Cuando hablan de anarquistas en cualquier lado, es hablar de terrorismo y del caos total. Lo sé, me imagino lo que estará pensando…caos el que  nos produce el capitalismo.

-El anarquismo tiende al establecimiento de un orden social basado en la fraternidad y el amor, al contrario de la presente forma de sociedad, fundada en la violencia, el odio y la rivalidad de una clase contra otra y entre los miembros de una misma clase. El anarquismo aspira a establecer la paz para siempre entre todas las razas de la tierra, por medio de la supresión de esta fuente de todo mal: el derecho de la propiedad privada. Si éste no es un ideal hermoso, ¿qué cosa es?

El resto de la tarde la pasamos intercambiando opiniones sobre los ideales anarquistas. Discutimos desde términos como la autogestión, el anarcosindicalismo hasta el amor libre. Al final coincidimos que nuestra misión era seguir manteniendo viva la teoría, labrar el sendero de la libertad para que la generación venidera pudiera gozar de su fruto. Ésa tenía que ser nuestra satisfacción: poseer la esperanza de que en el futuro la humanidad por fin se libraría de las cadenas que lo oprimen.

Mi amigo el anarquista tenía que marcharse. Prometió que nos volveríamos a encontrar en algún lapso de la historia y que la conversación se repetiría.

-Y a todo esto, ¿cuál es su nombre?- cuestioné antes de que se decidiera a partir.

-Me llamo Ricardo Flores Magón…pero llámame camarada.



“No es verdad que la sumisión revele alteza de sentimientos; por el contrario, la sumisión es la forma más grosera del egoísmo: es el miedo.” (Ricardo Flores Magón)

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