Víctor Ruiz.
Debió de ser un día por la tarde cuando lo conocí, justo cuando el sol
amenazaba con ocultarse. Él estaba ahí, pensativo y desolado, fuera de sí
mismo. Cuando lo miré, me lanzó una ligera sonrisa, una que no me hablaba de
confianza pero que presagiaba la
camaradería que estábamos a punto de procrear.
“Yo creía que para estos tiempos, la libertad ya iba ser toda una
realidad”, me dijo a lo lejos tratando de iniciar una conversación. “Corren
tiempos difíciles”, me limité a responder. Me miró con curiosidad y después de
un largo silencio, me pidió que le explicara a qué me refería.
Le hablé de los problemas generales que tiene el país: recorrí uno por uno
los conflictos sociales que nos abundan en la cotidianidad y prometí darle en
un futuro estadísticas que le reflejaran lo que hablaba en ese momento. Me
observó con sorpresa, como si no terminara de entender lo que decía. “Es la
patria en la que nos toco vivir” exclamé.
-¿La patria?- me preguntó con una dosis de rabia.
-Sí, ¡La jodida patria!- respondí.
Me retiró la mirada a la vez que daba un largo suspiro. Sus ojos parecían
centrarse en alguna parte del horizonte. Para ese instante, mi mente ya
comenzaba a intentar descubrir cuál era la razón que lo había hecho molestar,
como era evidente. Antes de que llegase a una conclusión, me volvió a dirigir
la palabra.
-Y bien, ¿qué patria tiene el pobre? El que no cuenta más que con sus
brazos para ganarse el sustento, sustento del que carece si al amo maldito no
se le antoja explotarlo, ¿qué patria tiene? Porque la patria debe ser algo así
como una buena madre que ampara por igual a todos sus hijos. ¿Qué amparo tienen
los pobres en sus respectivas patrias? ¡Ninguno! El pobre es un esclavo en
todos los países, es desgraciado en todas las patrias, es un mártir bajo todos
los gobiernos. Las patrias no dan pan al hambriento, no consuelan al triste, no
enjugan el sudor de la frente del trabajador rendido de fatiga, no se
interponen entre el débil y el fuerte para que éste no abuse del primero; pero
cuando los intereses del rico están en peligro, entonces se llama al pobre para
que exponga su vida por la patria, por la patria de los ricos, por una patria
que no es nuestra, sino de nuestros verdugos.
En todo momento asentí a lo que escuchaba. Aprobé cada una de sus palabras
por la sencilla razón de que compartía su mirar.
-Es triste que en nombre de la patria se generen guerras, pero lo es más
aún, que por la patria tengamos que enrolarnos para votar a un político- añadí
tratando de complementar su idea.
-¿El pueblo sigue sin comprender lo dañino del poder?
-Inclusive han pretendido revueltas políticas. El país se divide en
izquierda y derecha electoral. Pocos son los que entienden que la más grande y
verdadera utopía es eso que nombran democracia.
-Ya no tienen razón de ser las revoluciones netamente políticas. Matarse
por encumbrar a un hombre al poder es sencillamente estúpido. Una revolución
que no garantice al pueblo el derecho de vivir, es una revuelta de
políticos a quienes debemos dar la
espalda los desheredados. Necesitamos los pobres una revolución social y no
política.
Traté de ejemplificarle como el Estado se había hecho más poderoso con el
pasar de los años y que al lado más salvaje del capitalismo, le habían surgido
brazos demoledores que solían llamarles sistema de mercado, neoliberalismo o
globalización.
Cada intervención de mi parte provocaba en él una reacción atónita. Era
como si su persona se hubiese perdido en el tiempo y sólo hasta ese momento
hubiera tenido la oportunidad de regresar.
Sus dudas me saltaban una tras otra. Ninguna palabra mía le bastaba para
comprender la involución de la humanidad. En su cabeza no cabía la idea de que
las instituciones pasaran por encima de la sociedad; no entendía qué era eso de
la televisión y del porqué de su poder; rechazaba tajantemente la represión
policial y militar; y sobre todo, repugnaba el egoísmo que imperaba sobre la
solidaridad.
-¿Usted es anarquista?- pregunté para confirmar lo que sospechaba desde un
principio.
-Creo que es la única manera de conseguir un mundo de igualdad y libertad.
Es la solución para comenzar a caminar hacia la vida.
-Debe de saber que el término de la anarquía está más que condenado en
estos tiempos. Cuando hablan de anarquistas en cualquier lado, es hablar de
terrorismo y del caos total. Lo sé, me imagino lo que estará pensando…caos el
que nos produce el capitalismo.
-El anarquismo tiende al establecimiento de un orden social basado en la
fraternidad y el amor, al contrario de la presente forma de sociedad, fundada
en la violencia, el odio y la rivalidad de una clase contra otra y entre los
miembros de una misma clase. El anarquismo aspira a establecer la paz para
siempre entre todas las razas de la tierra, por medio de la supresión de esta
fuente de todo mal: el derecho de la propiedad privada. Si éste no es un ideal
hermoso, ¿qué cosa es?
El resto de la tarde la pasamos intercambiando opiniones sobre los ideales
anarquistas. Discutimos desde términos como la autogestión, el
anarcosindicalismo hasta el amor libre. Al final coincidimos que nuestra misión
era seguir manteniendo viva la teoría, labrar el sendero de la libertad para
que la generación venidera pudiera gozar de su fruto. Ésa tenía que ser nuestra
satisfacción: poseer la esperanza de que en el futuro la humanidad por fin se
libraría de las cadenas que lo oprimen.
Mi amigo el anarquista tenía que marcharse. Prometió que nos volveríamos a
encontrar en algún lapso de la historia y que la conversación se repetiría.
-Y a todo esto, ¿cuál es su nombre?- cuestioné antes de que se decidiera a
partir.
-Me llamo Ricardo Flores Magón…pero llámame camarada.
“No es verdad que la sumisión revele
alteza de sentimientos; por el contrario, la sumisión es la forma más grosera
del egoísmo: es el miedo.” (Ricardo Flores Magón)
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