martes, 14 de mayo de 2013

“Jugar en libertad”


Víctor Ruiz.



-¿Qué es ser libre?- Fue lo primero que escuché, cuando mi hijo de ocho años me asaltó justo en la puerta al llegar de trabajar como todos los días en la fábrica. Lo miré fijamente tratando de averiguar de dónde le había surgido una duda de ese tamaño.

-Ser libre es elegir- le contesté con naturalidad.

-¿Elegir?-  me respondió con más duda que en su primera pregunta.

-Sí, elegir. Yo alguna vez también tuve ocho años y te contaré cómo aprendí  lo que ahora te digo.

Con el entusiasmo que proyectaban sus ojos, se dispuso a escucharme como si se tratara del cuento nocturno que serviría para brotarle el sueño y llevarlo a la cama. Tratando de no perder detalle en mi memoria, comencé:

-Cuando yo tenía tu edad, solía jugar por las tardes con mis amigos del barrio. Éramos un grupo unido y lo que teníamos en común era la amistad que nuestros padres sostenían entre ellos. Ninguno de nosotros poseía grandes lujos, pero nos divertíamos en las calles y lo demás terminaba por no importarnos en lo absoluto.

Como la mayoría de los chicos, pasábamos el tiempo jugando futbol. Nunca podíamos ir a la cancha a ver a nuestro club jugar, ya que el precio de los boletos era costoso y ninguno de nosotros podía pagarlo. Decidimos que si no teníamos la oportunidad de ver en vivo a los futbolistas, entonces inventaríamos nuestro propio equipo y seríamos nuestras propias estrellas.

El barrio era chico, por lo que sus calles no tenían el espacio suficiente para organizar partidos. Sólo existía un lugar donde era posible realizar los juegos: el patio lateral de la fábrica donde trabajan nuestros padres.

La empresa era gigantesca, abarcaba varias calles de la zona y prácticamente todas las personas del barrio trabajaban en ese lugar. Mi padre constantemente se quejaba del dueño de la fábrica, hablaba de la explotación que sufrían todos los trabajadores a manos de él.

Nosotros con el tiempo fuimos descubriendo que lo que se decía del dueño era verdad. Cada tarde que nos reuníamos para jugar, el magnate, como lo empezamos a nombrar, aparecía con su lujoso automóvil  y nos echaba del lugar. Siempre lo hacía de distintas maneras: a base de insultos, nos amenazaba con atropellarnos, mandaba gente a corretearnos o incluso nos llegó a quitar nuestro balón.

Las quejas ante nuestros padres, resultaban inútiles. “Si le reclamo, me corren” me explicaba mi papá, quien trataba de hacerme entender que no podíamos hacer nada aunque la situación fuera de lo más injusta.

No entendíamos a quién le hacíamos daño jugando, tampoco comprendíamos por qué el magnate nos odiaba tanto. Con el tiempo, el rencor hacia él fue aumentando, hasta que un día no soportamos más la situación. Con mucho esfuerzo habíamos comprado un balón entre todos, estábamos ilusionados con hacerlo rodar y antes de que eso sucediera, apareció con sus poderosas llantas,   aplastándolo sin ninguna compasión.

La tristeza y un sinfín de sentimientos que no sabíamos cómo nombrar aparecieron ese día. Sin saberlo en ese momento, nos organizamos para conseguir algo que con el tiempo descubriríamos que se le llama justicia. En cierta forma, también buscábamos recompensar a nuestros padres y a todo aquél que había sido víctima del magnate.

Toda la semana nos dedicamos a recolectar globos, los suficientes para poner en marcha nuestro plan. Cuando consideramos que teníamos una cantidad aceptable, los llenamos de agua y los colocamos en cajas que escondimos por el patio donde jugábamos.

Esa tarde, antes de partir, nos miramos con solidaridad y prometimos que sin importar las consecuencias estaríamos juntos hasta el final. Asistimos al patio de la fábrica y fingimos jugar como de costumbre, hasta que llegó el magnate…

Éste, bajó con rabia y a la vez con alegría porque disfrutaba del corrernos a diario. Pero a nosotros el temor ya no nos invadía, al contrario: respondimos con coraje. Tomamos los globos de las cajas y sin pensarlo, lo bombardeamos por todas partes. Su rostro fue de pánico. Sin saber qué hacer, corrió hasta su auto y huyó a toda velocidad.

Habíamos ganado la batalla, la revolución diríamos años más adelante. Corrimos por todo el barrio anunciando nuestra victoria. La expresión de cada uno de nosotros era de alegría que se combinaba con el viento en el rostro. Ese día aprendimos lo que era la libertad. Fue el día en que elegimos acabar con nuestro opresor…El momento en que elegimos ser libres.

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