Víctor Ruiz.
“La muerte volvió a la cama, se
abrazó al hombre, y, sin comprender lo que estaba sucediendo, ella que nunca
dormía, sintió que el sueño le bajaba suavemente los párpados. Al día siguiente
no murió nadie.” (José Saramago, Las intermitencias de la muerte)
Imagínense la diferencia entre el estar y no. Dejar de respirar, de oler y sentir.
He ido descubriendo poco a poco la ausencia del mundo, desde que sé que voy a
morir. Voy a morir como todos, la diferencia es que yo cuento medianamente con la hora, el minuto y segundo en
que eso sucederá. ¿Mala suerte?, ¿Aprovechar la vida?, ¿Vivir al máximo? No se
pregunten nada. Cuando uno va muriendo, también se pierde la capacidad de
indagar. No existen cuestionamientos ni respuestas razonables. Me estoy
muriendo y es todo lo que deben saber.
Tampoco es una súplica para aferrarme a la vida. No, no pido permiso para
nacer como Neruda. Que quede claro, esto no es una carta de lamentos ni de
arrepentimientos; mucho menos pretendo decirles cómo se debe vivir. Solamente
quiero hacerme comprender la diferencia entre escribir esto y no poder hacerlo
más.
La compasión se ha convertido en mi fiel compañera. Me compadece mi
familia, mis amigos, los desconocidos y hasta mis enemigos. Noto sus miradas de
lástima cada que pasan a saludar. Me desean una pronta recuperación y me dicen
que todo va estar mejor, pero en realidad se están preguntando cuánto más
tardaré en morir.
No los culpo, entiendo lo desgastante que ha de ser cargar con un muerto a
medias. Sé que nunca me dirán que están hartos de mí, pero basta con mirar sus
ojos cansados y los rostros demacrados, para entender la pesada existencia que
llevan. Quisiera que supieran que cada día me esfuerzo al máximo para dejar de
estar.
Me extraño. Extraño como me gustaba ir a un partido de futbol, extraño mis
discos a todo volumen en la grabadora, extraño lo placentero que eran los
asados en domingo. Extraño a la mujer, a mi mujer. He olvidado lo que son los
besos, las caricias, el deseo. Mi olor a muerte los repugna, los aleja. Este es
el verdadero acto de morir: olvidarse de cómo era vivir.
No sé si el pesimismo impera en todos los moribundos, puesto que no he
querido conocer a otro más. Su olor terminaría fastidiándome porque sabría
exactamente cómo contamino a los que me rodean. Tengo la idea de que no existen
desahuciados felices, en todo caso, son hipócritas que se auto engañan para
tratar de hacernos creer que son ejemplos de vida. Al final, ellos y yo, tenemos
los suspiros contados.
¿Viví como debía? Es la pregunta que en teoría tendría que atormentarme,
pero a esta altura da igual. Supongo que sonreí y lloré como todos. De los
errores que pude haber cometido, ya no me preocupo. Total, los vivos se
equivocan más que yo.
Cuando me traen los periódicos por las mañanas, me doy cuenta que mi
situación puede llegar a ser un privilegio. Guerras, hambre, crisis,
enfrentamientos, desprecio, racismo, intolerancia, corrupción, lágrimas… ¿Ellos
también estarán muertos? La diferencia es que mi cuerpo ya pronto dejará de
fastidiarme y mis ojos no podrán presenciar más su indeseable mundo.
Por lo pronto, confieso que el dolor físico me resulta insoportable. Las
noches me parecen eternas y ninguna pastilla calma mi desesperación. Grito por
horas porque es la única manera de escupir los malestares. Cuando el dolor
disminuye, sigo gritando en silencio porque desde hace tiempo no conozco lo que
es estar bien.
La diferencia entre el estar y no. Pienso que no sólo respirar es vivir; imagino
que quizás si encontrara una cura a mi enfermedad, tal vez, tendría ánimos de
hacer muchas cosas. Pero es absurdo pensar en todo lo que haría, es inútil
cuando no queda una sola esperanza. Acepto mi destino y está bien.
No me interesa preocuparme por lo que pasará después de la muerte. Cuando
me encuentre cara a cara con ella, sé que será placentero para ambos. Quiero
terminar con toda esta historia, expulsar mi cuerpo y que con él se vaya el
dolor. Honestamente quiero morir, dejar de existir. Cuando ustedes lean esto,
sabrán que en cada línea he perdido un poco más de oxígeno y vida. Los suspiros
se me acaban y en poco tiempo podré despedirme como lo hizo León Tolstói: “Me
voy a otra parte, para que nadie me moleste.”
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