Víctor Ruiz.
*Con todo el cariño, la fuerza y solidaridad para la gente afectada por los
huracanes en Guerrero.
Aquí estamos para
reírnos
Llorar ya no
podemos
(Boikot- Y llorarás)
Yo lo vi todo. En 200 años de vida nunca había presenciado algo tan atroz.
El ruido era incesante, como si fueran balas, una tras otra rebotaban en el
suelo y sobre los tejados de las casas. Los relámpagos aumentaban el miedo.
Niños miraban por las ventanas con sorpresa lo que ocurría afuera; las madres
trataban de resguardar las pocas cosas valiosas que tenían y los padres
intentaban montar barricadas que no duraban más de cinco minutos.
El agua poco a poco fue apoderándose de estas tierras, las nuestras. Yo lo
vi todo y me sentía impotente. La comunidad entera quiso ayudar pero no era
suficiente. La lluvia siguió por días y todo lo que yo había visto crecer por años,
se desplomó en segundos. Todo era un río gigante y nada más.
Cuando las casas fueron desapareciendo, muchos trataron de protegerse
debajo de mis ramas, pero no era suficiente. Yo también estaba perdiendo fuerza
y a cada hora me quedaban menos hojas y tallos. Lógicamente el frío comenzó a
provocar enfermedades y el hambre hacía llorar a los niños que reclamaban a sus
madres por qué no tenían un bocado para ellos. Ellas sólo se limitaban a
abrazarlos sin tener alguna respuesta.
Algunos hombres gritaban iracundos al cielo. Exigían primero, luego
terminaban suplicando que no cayera una sola gota más y cuando la resignación
los alcanzaba, simplemente se preguntaban ¿Por qué a nosotros?
Las noches eran todavía más tristes. La incertidumbre de saber si alguien
vendría a ayudarnos desesperaba a la mayoría. Nunca, en 200 años, este pueblo
ha sido tomado en cuenta. Muy poca gente sabe de su existencia y aquí solamente
ha venido esporádicamente gente de corbata a saludar, para luego nunca más
regresar. Pero esos días, les juro que de verdad necesitábamos aparecer en el
radar de la humanidad.
Al ver que la lluvia no cesaba, las personas quisieron huir; sin embargo,
nuestra desgracia tenía que ser completa: las carreteras estaban destrozadas,
las pocas vías de comunicación se encontraban interrumpidas y el único puente
que teníamos colapsó sin mucha resistencia. No había forma de escapar de este
diluvio.
No hubo un solo segundo en que la calma pareciera llegar, sino todo lo
contrario. Las cosas empeoraron cuando empezamos a perder gente. Nunca podré
olvidar las lágrimas y gritos de desesperación de los familiares que veían
morir a los suyos sin poder hacer absolutamente nada. En ese momento, me sentí
un completo inútil. Me hubiese gustado mucho, aunque fuera por un momento,
tener manos y pies para poder ayudar a levantar esas gigantescas piedras que
tenían bajo sus escombros a niños
asfixiándose.
Pero no podíamos hacer nada más que esperar. Una espera eterna que se
convirtió en una tortura. Si no se apresuraban, el pueblo entero terminaría por
desaparecer y quién sabe si alguien, en algún lugar, los recordaría.
La consolación y el apoyo mutuo era lo más digno y rescatable de ese
momento. Si existían diferencias entre ellos, esos días las olvidaron para
trabajar juntos. A mí me hubiera gustado seguir contando qué pasó después, pero
el río pudo más que mis raíces y me llevó con él. Nunca sabré si la ayuda
llegó, confío que sí. Daría lo que fuera por haberme quedado un rato más… sólo
hasta que pasara la tormenta.