Víctor Ruiz.
Fotografía: Walter Carvalho
Ese martes, por fin, Manuel
iba a matar a alguien. Cumplió 12 años y oficialmente ya podía debutar como
sicario profesional. Lleva en la espalda su R15 y desde hoy, tendrá que poner
en práctica lo que aprendió desde los 8 años.
Desde que tiene memoria, su
padre le dijo que aquí, en el campo, no había ninguna oportunidad. Le advirtió,
desde temprana edad, que a la escuela no iba a poder ir. Manuel no sabe leer ni
escribir, pero ahora maneja las armas como si fuera un militar consolidado.
A su padre ya lo mataron
hace tiempo, pero Manuel nunca claudicó, siempre supo que tenía/debía seguir el
mismo camino, pues aquí en el pueblo no hay otra forma de vivir.
Su madre no se opone, es
más, ve en Manuel la figura del hombre de la casa. Ahora tiene la
responsabilidad de velar por ella y sus dos hermanos, ambos más chicos. Cuando
era más pequeño, Manuel solía escuchar por horas los sonidos de la naturaleza.
Siempre decía que él quería ser músico. A papá le pidió en más de una ocasión
una guitarra, pero la respuesta siempre fue un “no”. Olvídate de ello, le decía
cruelmente sin mirarlo, “que no ves que no tenemos ni para comer” remataba para
eliminar cualquier mínima ilusión.
Al entrar al cartel del
crimen organizado, Manuel recibió lecciones de frialdad. No mirar, no escuchar,
no sentir y no llorar. Estos principios le fueron repetidos cada día de su
vida. Le estaba totalmente prohibido mostrar lástima o empatía con alguien.
“Son signos de debilidad”, le decían.
Los entrenamientos
comenzaban a eso de las 6 de la mañana y terminaban cerca de la media noche. En
un principio, Manuel solamente se dedicaba a observar. No perdía nunca detalle
de nada y siempre mostró más avance que sus compañeros, quien sabe si por gusto
o porque sentía la necesidad de tener una vida diferente.
Era un tipo callado, tímido
y misterioso. Sus compañeros sabían muy pocas cosas de él. No tenía amigos y
tampoco estaba interesado en hacerlos. Los ratos libres los utilizaba para
practicar, y si no lograba la perfección, se reprochaba a él mismo.
La primera vez que agarró un
arma no experimentó miedo, pero tampoco satisfacción. Simplemente jaló el
gatillo y comenzó a disparar al aire libre. Desde ese momento, se convirtió en
el favorito de los jefes. “Tienes potencial” le decían a cada rato.
Por momentos, Manuel
recordaba su gusto por la música, sobre todo en las pocas festividades que
realizaban en el pueblo. Un día se atrevió a imaginar cómo sería su vida si
hubiese logrado tener esa guitarra; pero la fantasía sólo le duró unos
segundos. Hacía mucho tiempo que Manuel reprimía sus sentimientos. Era un robot
de carne y hueso.
Por las tardes, el comando
dedicaba a enseñar a los niños cómo escapar de los militares. “La mayoría de
ellos están coludidos con nosotros o comprados, pero no sobran las medidas de
prevención” instruían a los chicos que tomaban apuntes.
Con el tiempo, Manuel se
enteró que ellos y los militares no eran tan diferentes. Ambos mataban a sangre
fría, sólo que cada quien cuidaba sus propios intereses. A esta altura no se
cuestionaba o no discernía entre lo bueno y lo malo. La conciencia pasó a ser
una palabra más y la moral se perdió entre la tortura, la sangre y todo aquello
que sus retinas no pudieron borrar.
Hoy Manuel comienza
su carrera profesional. No se le nota nervioso ni preocupado. Está ansioso
porque sabe que a partir de hoy la paga mejorará. La cita es a la media noche,
justo cuando se cree que llega la calma. Arribará a la parte alta de la
montaña, ahí lo mirará a los ojos sin preguntar nada y no se asegurará de saber
si es culpable o inocente. Apuntará sin prisa, directamente a la frente. Jalará
el gatillo y su trabajo estará completo. A partir de hoy, el único sonido que
escuchará Manuel, es el del silbido de las balas.
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