lunes, 21 de enero de 2013

“Ocho”


Víctor Ruiz.


Aquél domingo del año 95 mi padre decidió que ya era tiempo de convertirme en heredero de lo que él más apreciaba en la vida. Sin consultarme siquiera, me colocó una playera que bien podría usar de pijama o solamente en caso de extremada urgencia, es decir, cuando no tuviera más ropa disponible.

-Yo la usé por muchos años- me dijo mientras me acomodaba la desgastada playera sobre mi torso corto y endeble. –Listo, te queda perfecta- sentenció y a la par me dio unas palmaditas en la espalda que me dio la impresión de que eran muestras de apoyo para atreverme a salir a la calle con ella.

Yo tenía 6 años, no entendía por qué mi padre me había levantado temprano en domingo. Tampoco comprendía por qué me obligaba a usar una playera de una franja roja combinado con un amarillo canario. Los colores eran atractivos, no lo niego, pero por qué  tuvo que regalarme la camiseta más vieja de toda la ciudad.

-Hoy irás al estadio a ver al Atlético Morelia- me informó de una manera tal que parecía que me estaba preparando para recibir la lección más grande de mi vida. Por otra parte, los alegatos de mi madre no se hicieron esperar: “A lo mejor a tu hijo no le gusta el fútbol, no lo obligues”, “Enséñale otras cosas de mayor provecho”, “Ya me tienes cansada con tu Morelia”. Los reclamos iban y venían, pero a decir verdad, la indiferencia de mi padre era más fuerte y se terminó imponiendo ante los reproches domingueros.

Yo en realidad prefería quedarme a ver las caricaturas, pero ante la orden contundente de “vas a ir al estadio” no podía hacer nada. Tenía 6 años y muy poco poder en la casa como para protestar las decisiones tomadas en mi contra. En el camino hacia el estadio Morelos recibí las lecciones básicas de lo que era el fútbol y también un poco de la historia del equipo al que íbamos a ver.

Al llegar a las afueras del estadio me di cuenta que todos llevaban puesta una playera igual o similar a la mía, situación que me tranquilizó, pues ya no tendría que soportar la pena de que todos voltearan a mirarme y que al señalarme dijeran: “¿Ya vieron? Que playera tan vieja”.

Era la jornada 1 del torneo largo 95-96. El rival era Atlante. Mi padre me explicó que era un equipo de tradición en la ciudad de México y que tenía como figura a un portero extravagante llamado Jorge Campos.- ¿Y por qué no hay ninguna persona con la playera de ellos?-  pregunté por primera vez mostrando interés. La respuesta fue sencilla pero clara: “Son visitantes y en este estadio apoyamos al equipo de nuestra ciudad”.

No conforme con la playera, mi padre también me compró una bandera. -Es para que la ondees cuando salga el equipo-  me dijo como para justificar el obsequio.

Y así fue. Al momento en que salieron corriendo a la cancha los jugadores con su uniforme de la franja yo agité la bandera una y otra vez hasta que mis manos no pudieron más. El resto de la gente hacía lo mismo. De repente todo se convirtió en una fiesta. En ese instante me di cuenta que el fútbol me empezaba a gustar.

En el transcurso del partido mi padre se emocionaba como nunca lo había visto. Era feliz y en cierta forma eso también me hacía feliz a mí. A pesar de la euforia que tenía, no se olvidaba de explicarme detalladamente lo que ocurría en la cancha. Y en cuanto a mí, que cada vez me introducía más en el juego, me llamó la atención un jugador que llevaba el número 8 en la espalda. Era un sujeto calvo que pedía todos los balones y que cuando se lo daban provocaba que la gente gritara de emoción.

-Es Marco Antonio Figueroa pero le dicen el “Fantasma”- me dijo al oído mi padre al darse cuenta que ya no le quitaba la vista de encima. Realmente me parecía que se robaba toda la atención, y aunado a esto, se notaba que el resto de los jugadores lo respetaban.

En una de las tantas veces que Figueroa tomó el balón, corrió por todo el lado derecho del campo, los rivales intentaron alcanzarlo pero él fue más rápido; llegó al área y disparó hacia a la portería para convertir lo que sería el primer gol de la tarde. Figueroa se levantó la playera y la puso encima de su cabeza, estiró los brazos y así festejó frente a las tribunas. -¡Ves por qué le dicen el fantasma!- me decía mi padre mientras saltaba como si fuera un niño otra vez, como si tuviera 6 años, igual que yo.

Me sentía contagiado por la alegría de toda la gente, pero sobre todo estaba maravillado con la forma de jugar del “Fantasma” Figueroa. Hasta ese momento pensaba y creía que ya había visto lo mejor de él. Todavía no terminaba de abandonar ese pensamiento cuando el número 8 decidió disparar a la portería rival desde la mitad del campo, el balón fue bajando poco a poco ante la expectación de todos. El extravagante Jorge Campos quiso rechazar la pelota con un lance extraño pero lo único que consiguió fue exhibirse ridículamente. Morelia ya ganaba dos por cero. El festejo se repitió y yo ya había aprendido a gritar “Gol”.

El resto del partido fue desmotivante. Atlante vino de atrás y logró empatar el marcador. Mi padre salió del estadio tirando reproches por doquier. –Siempre es lo mismo, no sabemos cuidar la ventaja- decía mientras suspiraba de forma cansada y triste.

Yo por mi parte regresaba feliz a casa, había visto a alguien jugar increíblemente al fútbol. Honestamente, ya no me daba pena llevar puesta esa playera vieja, sino todo lo contrario. El resto del día lo pasé apreciándola, pensaba que si tuviera el número 8 en la espalda sería perfecta.

Al día siguiente era lunes: mi primer día de clases en la primaria. Tenía planeado llevar mi playera del Atlético Morelia para presumirla ante mis nuevos compañeros, pero a mi madre no le agradó la idea y opuso resistencia ante mi decisión.

Sabía que cualquier intento por convencerla era en vano, por lo que decidí engañarla y llevar la playera debajo de mi patético uniforme escolar. Conseguido mi objetivo esperé hasta el recreo para mostrarla al público, me acerqué hacia la cancha y pacientemente observé al resto de los niños quienes demoraron algunos minutos para invitarme a jugar.

-¿De qué juegas?- me preguntaron. –Meto goles- les mentí. Nunca en mi vida había estado tan cerca de una cancha como en ese momento. El partido fue peleado, los dos equipos no nos permitíamos nada, el cero a cero se mantuvo a lo largo del partido.

“¡Ring!” se escuchó en toda la escuela. Era el sonido que ponía fin al recreo…pero no al partido. -¡Gol gana!- gritó un niño que derramaba litros de sudor. Hasta la fecha no recuerdo la jugada, sólo sé que el balón quedó frente a mí y que yo sin pensarlo rematé con todas mis fuerzas. Lo demás, fue oír el sonido de la red golpeada por la pelota. Nunca había sentido algo similar en mi vida, corrí y corrí. Me levanté la playera y la puse encima de mi cabeza, estiré los brazos y festejé por toda la cancha. Desde ese momento decidí que yo también era el “Fantasma” Figueroa, el número 8… como el del Atlético Morelia. 

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