Víctor Ruiz.
Aquél domingo del año 95 mi padre decidió que ya era tiempo de convertirme
en heredero de lo que él más apreciaba en la vida. Sin consultarme siquiera, me
colocó una playera que bien podría usar de pijama o solamente en caso de extremada
urgencia, es decir, cuando no tuviera más ropa disponible.
-Yo la usé por muchos años- me dijo mientras me acomodaba la desgastada
playera sobre mi torso corto y endeble. –Listo, te queda perfecta- sentenció y
a la par me dio unas palmaditas en la espalda que me dio la impresión de que
eran muestras de apoyo para atreverme a salir a la calle con ella.
Yo tenía 6 años, no entendía por qué mi padre me había levantado temprano
en domingo. Tampoco comprendía por qué me obligaba a usar una playera de una
franja roja combinado con un amarillo canario. Los colores eran atractivos, no
lo niego, pero por qué tuvo que
regalarme la camiseta más vieja de toda la ciudad.
-Hoy irás al estadio a ver al Atlético Morelia- me informó de una manera
tal que parecía que me estaba preparando para recibir la lección más grande de
mi vida. Por otra parte, los alegatos de mi madre no se hicieron esperar: “A lo
mejor a tu hijo no le gusta el fútbol, no lo obligues”, “Enséñale otras cosas de
mayor provecho”, “Ya me tienes cansada con tu Morelia”. Los reclamos iban y
venían, pero a decir verdad, la indiferencia de mi padre era más fuerte y se
terminó imponiendo ante los reproches domingueros.
Yo en realidad prefería quedarme a ver las caricaturas, pero ante la orden
contundente de “vas a ir al estadio” no podía hacer nada. Tenía 6 años y muy
poco poder en la casa como para protestar las decisiones tomadas en mi contra.
En el camino hacia el estadio Morelos recibí las lecciones básicas de lo que
era el fútbol y también un poco de la historia del equipo al que íbamos a ver.
Al llegar a las afueras del estadio me di cuenta que todos llevaban puesta
una playera igual o similar a la mía, situación que me tranquilizó, pues ya no
tendría que soportar la pena de que todos voltearan a mirarme y que al
señalarme dijeran: “¿Ya vieron? Que playera tan vieja”.
Era la jornada 1 del torneo largo 95-96. El rival era Atlante. Mi padre me
explicó que era un equipo de tradición en la ciudad de México y que tenía como
figura a un portero extravagante llamado Jorge Campos.- ¿Y por qué no hay
ninguna persona con la playera de ellos?-
pregunté por primera vez mostrando interés. La respuesta fue sencilla
pero clara: “Son visitantes y en este estadio apoyamos al equipo de nuestra
ciudad”.
No conforme con la playera, mi padre también me compró una bandera. -Es
para que la ondees cuando salga el equipo-
me dijo como para justificar el obsequio.
Y así fue. Al momento en que salieron corriendo a la cancha los jugadores
con su uniforme de la franja yo agité la bandera una y otra vez hasta que mis
manos no pudieron más. El resto de la gente hacía lo mismo. De repente todo se
convirtió en una fiesta. En ese instante me di cuenta que el fútbol me empezaba
a gustar.
En el transcurso del partido mi padre se emocionaba como nunca lo había
visto. Era feliz y en cierta forma eso también me hacía feliz a mí. A pesar de
la euforia que tenía, no se olvidaba de explicarme detalladamente lo que
ocurría en la cancha. Y en cuanto a mí, que cada vez me introducía más en el
juego, me llamó la atención un jugador que llevaba el número 8 en la espalda.
Era un sujeto calvo que pedía todos los balones y que cuando se lo daban
provocaba que la gente gritara de emoción.
-Es Marco Antonio Figueroa pero le dicen el “Fantasma”- me dijo al oído mi
padre al darse cuenta que ya no le quitaba la vista de encima. Realmente me
parecía que se robaba toda la atención, y aunado a esto, se notaba que el resto
de los jugadores lo respetaban.
En una de las tantas veces que Figueroa tomó el balón, corrió por todo el
lado derecho del campo, los rivales intentaron alcanzarlo pero él fue más
rápido; llegó al área y disparó hacia a la portería para convertir lo que sería
el primer gol de la tarde. Figueroa se levantó la playera y la puso encima de
su cabeza, estiró los brazos y así festejó frente a las tribunas. -¡Ves por qué
le dicen el fantasma!- me decía mi padre mientras saltaba como si fuera un niño
otra vez, como si tuviera 6 años, igual que yo.
Me sentía contagiado por la alegría de toda la gente, pero sobre todo
estaba maravillado con la forma de jugar del “Fantasma” Figueroa. Hasta ese
momento pensaba y creía que ya había visto lo mejor de él. Todavía no terminaba
de abandonar ese pensamiento cuando el número 8 decidió disparar a la portería
rival desde la mitad del campo, el balón fue bajando poco a poco ante la
expectación de todos. El extravagante Jorge Campos quiso rechazar la pelota con
un lance extraño pero lo único que consiguió fue exhibirse ridículamente.
Morelia ya ganaba dos por cero. El festejo se repitió y yo ya había aprendido a
gritar “Gol”.
El resto del partido fue desmotivante. Atlante vino de atrás y logró
empatar el marcador. Mi padre salió del estadio tirando reproches por doquier.
–Siempre es lo mismo, no sabemos cuidar la ventaja- decía mientras suspiraba de
forma cansada y triste.
Yo por mi parte regresaba feliz a casa, había visto a alguien jugar
increíblemente al fútbol. Honestamente, ya no me daba pena llevar puesta esa
playera vieja, sino todo lo contrario. El resto del día lo pasé apreciándola,
pensaba que si tuviera el número 8 en la espalda sería perfecta.
Al día siguiente era lunes: mi primer día de clases en la primaria. Tenía
planeado llevar mi playera del Atlético Morelia para presumirla ante mis nuevos
compañeros, pero a mi madre no le agradó la idea y opuso resistencia ante mi
decisión.
Sabía que cualquier intento por convencerla era en vano, por lo que decidí
engañarla y llevar la playera debajo de mi patético uniforme escolar.
Conseguido mi objetivo esperé hasta el recreo para mostrarla al público, me
acerqué hacia la cancha y pacientemente observé al resto de los niños quienes
demoraron algunos minutos para invitarme a jugar.
-¿De qué juegas?- me preguntaron. –Meto goles- les mentí. Nunca en mi vida
había estado tan cerca de una cancha como en ese momento. El partido fue
peleado, los dos equipos no nos permitíamos nada, el cero a cero se mantuvo a
lo largo del partido.
“¡Ring!” se escuchó en toda la escuela. Era el sonido que ponía fin al
recreo…pero no al partido. -¡Gol gana!- gritó un niño que derramaba litros de
sudor. Hasta la fecha no recuerdo la jugada, sólo sé que el balón quedó frente
a mí y que yo sin pensarlo rematé con todas mis fuerzas. Lo demás, fue oír el
sonido de la red golpeada por la pelota. Nunca había sentido algo similar en mi
vida, corrí y corrí. Me levanté la playera y la puse encima de mi cabeza,
estiré los brazos y festejé por toda la cancha. Desde ese momento decidí que yo
también era el “Fantasma” Figueroa, el número 8… como el del Atlético Morelia.
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