lunes, 21 de octubre de 2013

“El abuelo Tomás”

Víctor Ruiz.


Casi podría decir que no conocí a mi abuelo Tomás. A lo mucho llegábamos a visitarlo una vez al año, y eso más por obligación que por otra cosa. Pero el día que mi familia entera fue avisada de que el abuelo tenía poco tiempo de vida, hasta los tíos más lejanos se atrincheraron en su casa. No es que de la noche a la mañana todos se hayan transformado en las almas más sensibles y nobles de la tierra, sino todo lo contrario. El abuelo Tomás era poseedor de incalculables tierras y riquezas, que en cuanto se supo que tenía la muerte a unos pasos, todos comenzaron a preguntarse para quién sería la jugosa herencia.

Mi tío Wilfrido, que solía ser el más mañoso de todos, la mayor parte del tiempo se ofrecía voluntariamente para hacerse cargo de la distribución económica. Por supuesto, el resto de tíos, incluyendo mi madre, se negaban rotundamente a que el dinero cayera en manos de ese rufián. Mi tía María que era experta en fingir dolor hasta el grado de llorar, pasaba el resto del tiempo en la habitación del abuelo. Su táctica, al parecer, era la de representar el papel de la hija que acompañó a su padre hasta su último aliento.

La concurrencia en casa del abuelo fue tan insólita que me tocó conocer a primos que jamás había visto en mi vida, es más, casi estoy seguro que no tenía idea de sus existencias. Como todos los días se volvió una rutina que después de la escuela partiera a la casa del abuelo Tomás, yo tomaba mis precauciones y cargaba con mi arsenal de juguetes que me defenderían del inevitable aburrimiento que me esperaba hasta el anochecer. Un tarde le pregunté a mamá por qué pasábamos el tiempo en esa casa si antes ella nunca había mostrado preocupación alguna. –Porque es nuestra obligación- me había respondido con tono molesto.

Mamá aparentemente demostraba ser la menos interesada en la herencia, sin embargo, en cuanto salía al tema se mantenía al tanto y opinaba de ser necesario. Creo que nadie quería al abuelo Tomás, siempre había sido un estorbo y mientras más viejo se ponía, su inexistencia aumentaba. A medida que la enfermedad iba en ascenso, también la tensión y las peleas entre mis tíos. Como el abuelo ya no podía decir palabra alguna, era imposible saber qué tantas partes de la herencia le concederían a cada uno. Mi tío Wilfrido creía pertinente buscar por todos lados el famoso testamento, revisarlo y de ser necesario exigirle al abuelo que lo modificara; la tía María proponía que la repartición fuera pareja y que si alguno tenía más porcentaje dentro de la herencia, cediera una parte justa al resto; mamá se limitaba a decir que “mientras ella recibiera algo” todo estaba bien.

En esos tiempos, mi perro Tomy también enfermó y parecía que agonizaba. Evidentemente mi madre no hacía caso y trataba de reconformarme diciendo que Tomy ya había vivido lo que tenía que vivir. No era que quisiera que se priorizara la salud de mi perro antes que la del abuelo, pero no entendía por qué al menos no podíamos llevarlo al veterinario.

Cuando en la última semana la condición del abuelo se agravó a un estado de ni siquiera moverse, mamá decidió que ya no iría a la escuela hasta que le diéramos el último adiós. Yo reclamé que era semana de exámenes y que era imposible faltar; ella dijo que ya existiría algún modo de arreglarlo y que por ahora dedicara mis oraciones al abuelo.

La casa se había convertido en un cuartel. Nadie se movía del lugar, como si se tratara de un concurso en el que aquél que resistiera el mayor tiempo sin moverse sería el ganador de la herencia. El abuelo Tomás murió en plena madrugada de un Jueves. Todos suspiraron como si se hubieran quitado un peso de encima y ahora comenzara la segunda parte del proceso. Lo demás fue protocolo social: el velorio, los rezos, el entierro y una cara de sufrimiento fingido que nunca les había conocido a ninguno de ellos.

El día que el notario iba a dar lectura de la herencia, mamá me vistió con el traje que solamente usaba para ocasiones especiales. Llegamos media hora más temprano de lo pactado y para nuestra sorpresa el tío Wilfrido y la tía María ya se encontraban postrados en sus asientos con una vestimenta elegante y sonrisa malévola. La llegada del notario se demoró y las manos nerviosas y sudorosas de todos se movían de un lado para otro. Cuando éste llegó, todos se apresuraron a ponerse de pie y se dispusieron a escuchar qué propiedad les iba corresponder.

El notario comenzó a dar lectura de la herencia y, cuanto más avanzaba, el semblante de todos se iba transformando radicalmente. La sonrisa avariciosa fue cambiando a gestos de fastidio; las manos nerviosas ahora eran tensas y rígidas. La heredera absoluta de las propiedades del abuelo Tomás eran para Juanita, la sirvienta y única amiga de toda su vida. Hay que decir que si mi abuelo era inexistente para mis tíos y mi madre, Juanita resultaba ser el 200% más invisible para ellos.

No terminaba de dar lectura el notario, cuando todos comenzaron a pelear y a echarse culpas mutuamente. El tío Wilfrido reclamaba a la tía María por no hacer caso a su consejo de robar el testamento, mientras que ésta increpaba a mamá por ser tan fría y no tener iniciativa. Yo miraba con miedo. Si no llegaron a los golpes fue porque en el lugar no se los permitieron.

Desde ese día nunca más hemos vuelto a ver y saber de mis tíos. Mamá dice que son personas no gratas y que si los ve ni los conoce. Por cierto, mi perro Tomy murió el mismo día que el abuelo; él solamente me heredó recuerdos y vivencias, aunque si hubiera tenido millones de pesos para mí, yo seguiría prefiriendo que estuviera vivo. El dinero y la muerte no se llevan bien. Odio a ambos.